A la hora de distinguir entre autores, tenemos a aquellos que creen serlo por vanidad, a los que lo aparentan como disfraz para una naturaleza buscavidas sin más recursos u opciones, y a los que simplemente querían aportar algo con su impronta, dar forma a una obra que fuera reflejo de su personalidad e inquietudes.
En cualquiera de esos grupos hay miles que no pueden terminar de materializar sus designios, bien por falta de la suficiente inspiración, talento o fortuna, bien porque no tuvieron el suficiente juicio crítico para encontrar sus propios defectos ni ver qué huellas debían seguir en las obras de los demás para después tomar su propio rumbo.
Dentro de ese propósito de crear, la entrega absoluta es una cualidad peligrosa que puede convertirse en obsesión tan pronto agotadora como conmovedora. Implica sacrificar muchas de esas cosas que para gran parte de los mortales resultan imprescindibles, tirar de épica para lo que ellos entienden es su bien mayor, su misión. Con esos rasgos uno puede encontrar obcecación en el moldeado de figuras en arcilla, en los retratos a la mujer que inspiraba sus sueños, en la narración de sus desvelos o, por su puesto, en una película.
Darren Aronofsky había ido dando muestras en su filmografía de la nitidez con que veía esa lucha, y con un título que personificaba esa misma palabra en un protagonista que, como los cineastas, dedicaba su entrega a un ejercicio de impostura asumido con dedicación, logró con El Luchador el que muchos pensábamos iba a ser uno de los mejores y más originales enfoques para retratar a aquellos que deciden seguir un camino y ofrecen una parte de su vida a cambio de salvar lo que se revela como su esencia.
La elección de un escenario aparentemente grotesco como el de la lucha libre no hacía sino terminar de rematar el entorno más adecuado para el mensaje: pasaba a ser un subrayado de la idea de la opción personal y de la creencia en el camino propio por encima de las modas y tendencias. Curiosamente, la crítica hecha en esta revista es para muchos de los miembros de esta redacción el reflejo de esa misma filosofía aplicada al ejercicio de juzgar películas, realizada admirablemente por un crítico que desea desempeñar esa labor con el mayor de los esmeros posibles y lográndolo entre sus líneas, algo que puede ir más allá de la anécdota: la entrega llama a quienes la sienten y les impulsa a seguir dando todo con más énfasis, uniendo en este caso vertientes que no podían ser más distintas: un cineasta, un luchador, un crítico.
Quedaba por ver qué aportación iba a hacer Aronofsky a través de su más reciente película, una que, para nuestra sorpresa inicial, nos contaba en la entrevista publicada en nuestro soporte impreso que debería emitirse algún día en sesión doble con El Luchador. A medida que nos relataba la dedicación con que Natalie Portman había respondido al reto, su apuesta física extrema, cuando conocíamos el compromiso por parte de su director para reflejar un arte distinto al suyo como el de la danza y sus sufridas bailarinas, cómo eso le obligó a zambullirse de lleno en terreno ajeno, resultaba más sencillo comprender que sí había un hilo conductor llamado a completar ese tratado sobre el sueño del arte que condena o ilumina a algunos el resto de sus días. Entre los que no llegan a entenderlo, sin más apertura de miras condenarán al Cisne Negro a una consideración de simple cinta de género de suspense algo más siniestra de lo normal, incapaces de percibir siquiera retales de su envoltorio, de la misma forma que entenderían como caprichos inmaduros los impulsos del autor comprometido con su obra.
Uno contempla asombrado cada uno de los minutos de su metraje y entiende que difícilmente nunca pueda expresarse con mayor atractivo perturbador, con mayor elocuencia, lo que supone dar todo y seguir adelante cuando la razón se ha vuelto sólo otro más de los obstáculos a vencer. Cuando la propia vida es sólo algo más que aportar para avivar el fuego, en este caso dado de antemano pues incluso antes de la propia decisión el destino se encuentra encaminado en el deseo de realización de las frustraciones maternas -posteriormente asumido hasta las entrañas-, en lo que es sólo otra de las formas de diseccionar la entrega, refiriéndose a las ambiciones de realización de los padres a través de los hijos. La lucha entre el cisne blanco y el negro y el papel de semilla del negro en la figura materna (siempre de riguroso luto), es sólo uno de tantos detalles perfectamente estudiados.
A partir de la vocación heredada de su protagonista, el relato nos lleva a un salto al vacío a la hora de transmutarse en cisne que se sostiene en la fe en la autorrealización. Cuando uno acaba entregándose al lado oscuro, cuando con denuedo y convicción cede a la esquizofrenia y a la desesperación por dar sentido a su impulso vital, el resultado en ocasiones es tan asombrosamente bello y magnético -por siniestras que sean sus aristas- como el que surge con esta cinta privilegiada, una obra que lo tiene todo para ser una producción clásica e icónica a la hora de justificar los desvelos de los autores.
Su puerta de salida al exterior, concluido el metraje, nos muestra su peor defecto: el contacto con la vulgaridad de una realidad terriblemente prosaica en su contraste. Ahí podríamos encontrar la clave que da sentido a tanto esfuerzo por realizar en la ficción un lugar mejor que nos evada e inspire.
Con tanta atmósfera, tensión y actuaciones que hacen pensar que si Penélope Cruz tiene un Óscar en sus vitrinas y Natalie Portman se va de vacío habrá que bombardear el teatro KODAK de LA, es fácil concluir que si la realización del próximo Lobezno a manos de Aranofsky le permite seguir desvelando sus inquietudes a golpe de su arrollador talento, puede entablarse una atractiva disputa con El Caballero Oscuro por el nivel más alto en una dignidad años atrás impensable en las adaptaciones de cómic.