Sus trampas de guión ayudarán a escandalizar a los espectadores más permeables a las sensaciones fuertes.
Los responsables de esta renombrada saga de cine de terror debían estar pensando que al chicle apenas le quedaba sabor, y que a fuerza de estirarlo iba perdiendo el mínimo resquicio de respetabilidad que algún día pudiera haber tenido. Así las cosas, echan el resto en un castillo de fuegos artificiales en tres dimensiones y con aires de capítulo final, aunque no nos engañemos: alguno de los implicados en Saw ya afirma que ronda por ahí un argumento muy especial que sería el broche perfecto para rematar esta franquicia en su octava entrega.
Saw VII no traiciona la esencia de los títulos precedentes, y ofrece más de lo mismo. En este caso seguimos asistiendo a los esfuerzos del pérfido Mark Hoffman –heredero del modus operandi y del nombre de Puzzle, si bien no de su carisma– para evitar ser descubierto por sus compañeros de la policía, al tiempo que prosigue con sus macabros asesinatos de diversos individuos que cuentan con un oscuro pasado.
Tal vez sea por la espectacularidad añadida del 3D, tal vez por el hecho de haberse aplicado a fondo para cerrar con cierta brillantez una serie de títulos venidos a menos, el caso es que el film se hace más llevadero que entregas anteriores, pese a no ofrecer ni un ápice de originalidad. De hecho, incluso se calca la estructura ya usada en la tercera parte de que un personaje deba ir superando pruebas en un tiempo limitado. En este caso concreto, se trata de un supuesto superviviente de las maquinaciones de Puzzle que ha escrito un libro contando su desgarradora experiencia, y que deberá salvar la vida de un ser querido.
Como sucediera en la mayoría de los seis títulos anteriores –la Saw original supuso un soplo de aire fresco que ya se encargaron de desvirtuar quienes siempre exprimen hasta lo indecible la gallina de los huevos de oro–, de nuevo somos testigos de un espectáculo sanguinolento y sádico que se regodea en la hemoglobina y las vísceras, y que pretende ir siempre un paso más allá en los mecanismos empleados por el asesino. Sus trampas de guión ayudarán a escandalizar a los espectadores más permeables a este tipo de sensaciones fuertes –no nos engañemos, quien haya llegado hasta aquí a buen seguro volverá a pasar por taquilla–, pero a costa de una pornografía de la tortura que difícilmente puede encontrar justificación.
Así pues, y pese al típico giro de guión sorpresivo de los últimos minutos de metraje, el círculo parece cerrarse definitivamente, ayudado por los ya habituales flashbacks que sirven para seguir los vericuetos de la trama, así como por la presencia del actor Cary Elwes, cuyo rostro quedará eternamente asociado al de ese individuo con una pierna encadenada en un destartalado cuarto de baño que suponía el arranque de la saga. Lástima que ideas como la del “grupo de supervivientes de Puzzle” sólo sirvan para resaltar la autoparodia y la cierta desidia en que ha acabado derivando una serie de películas que podían haber dignificado el género, pero que en un momento determinado torcieron su rumbo.