Con un metraje plagado de pasajes absolutamente predecibles y un ingente depósito de arquetipos y clichés, resulta difícil no caer en el tedio.
Randall Wallace nunca ha sido ningún prodigio en su oficio. Pertenece a ese grupo de realizadores que cumplen tímidamente con su cometido sin arriesgarse demasiado a entrar en riesgos ni polémicas.
Cuando un director elige un trabajo átono, se deja llevar con mayor o menor fortuna por las cualidades del guión. Suyas son El hombre de la máscara de hierro o Cuando éramos soldados, filmes que se encargó de redactar y dirigir. Pero, para acentuar la despersonalización de este nuevo trabajo que ahora estrena, con Secretariat cabe decir que supone la primera vez que adapta texto ajeno. Todo rezuma un exceso de pulcritud, corrección y buenos sentimientos. Todo muy Disney de sobremesa familiar.
Se trata de un relato verídico con caballo ganador, el que para muchos es el mejor corcel de carreras de la historia, que no encuentra lugar para la convulsión o la sorpresa puesto que se rige por unos parámetros demasiado férreos. Es una historia relatada una y mil veces con diferentes mamíferos, personajes y situaciones pero que todos hemos visto y todos somos plenos conocedores de sus leyes internas: la del binomio indivisible hombre-animal que lograrán un vínculo único amén de alcanzar el éxito y la superación personal.
Es precisamente esta reiteración argumental la que lastra sobremanera el producto. Con un metraje plagado de pasajes absolutamente predecibles y un ingente depósito de arquetipos y clichés, resulta difícil no caer en el tedio. No sólo se trata de una crónica equina que a muy pocos podrá interesar verdaderamente sino que, además, cae en el exceso de minutos y en la inclusión de unos diálogos lacios que le hacen un flaco favor a la propuesta. Tampoco hay intención de escáner social con peso propio más allá de la simple anécdota con almíbar y sonrisa.
Wallace sólo se presta a una filmación llana que, únicamente, gana repentina fuerza cuando se introduce en la propia carrera de caballos. Logra introducir la cámara a ras de suelo así como en el epicentro de los participantes para transmitir la sensación de velocidad y el nervio del momento. Su inmersión en las competiciones resulta impresionante así como la fotografía de la que hace gala el filme, de una calidad inusual. Evidentemente, no es suficiente, pero hay más. Ahí están Diane Lane, John Malkovich, Dylan Walsh y James Cromwell, siempre notables sino excelentes, que se encargan de ponerle diligencia y empeño al asunto y convertir lo banal en algo mucho más digno. Quien no se conforma es porque no quiere.