Su pieza es un ente enfermizo, levantado con una estética de cuatro duros que, con unos elementos mínimos, hace vibrar sus milimétricamente ajustados 80 minutos de metraje.
El realizador Miguel Ángel Vivas ha afirmado que, durante la presentación de su último esfuerzo llamado Secuestrados en el Fantastic Festival de Austin –algo así como un Sitges autóctono aunque de menor envergadura-, el público permanecía “impaciente” por atender el estreno porque se trataba de “cine de género” y porque, además, era una película española, conjunción de parámetros que, según los aficionados, suponía toda una garantía, amén de un sólido empuje en tierras norteamericanas.
No estamos muy convencidos de que tal aseveración sea cierta. Lo que sí queda claro es que el cine español lleva años intentando especializarse en cintas pertenecientes al fantástico que fusionan el terror con lo paranormal o lo psicológico. Ahí tenemos a directores ya consagrados o en proceso de consolidación como Jaume Balagueró, Guillem Morales o Juan Antonio Bayona que lo confirman, aunque haya tantos otros que, pese a su perseverancia en este ámbito, no acaben de acertar el tiro.
Miguel Ángel Vivas esta vez sí lo ha conseguido. No sólo le ha dado la razón a su audiencia yanqui, pues obtuvo el galardón a Mejor Película y Mejor Dirección en el certamen, sino que sería injusto poner a Secuestrados a un mismo nivel que otras tantas producciones patrias. Su pieza es un ente enfermizo, levantado con una estética de cuatro duros que, con unos elementos mínimos, hace vibrar sus milimétricamente ajustados 80 minutos de metraje. Lo cierto es que no le hace falta más.
La cinta no es ningún dechado de originalidad en cuanto a su argumento. En el recuerdo quedan filmes que proponen el mismo encierro de víctimas y verdugos en espacios reducidos como los dos Funny games, de Michael Haneke o La muerte y la doncella, de Roman Polanski, sólo por citar algunas de infinitas vueltas de tuerca que ha dado el subgénero. En ésta, tenemos a una familia recién trasladada a un chalé, donde pasan los días entre las riñas de una madre y una hija o el apacible discurrir del padre, hasta que un cristal roto y la irrupción en la casa de tres encapuchados hacen que empiece la función.
Vivas construye doce únicos planos secuencia brillantemente filmados para componer su sinfonía de terror doméstico plagada de gritos, desesperación y sufrimiento a raudales donde el espectador no puede por menos que empatizar con la espiral de horror de los protagonistas. Y es que el guión juega con un temor público como es el de ser atacado en el espacio íntimo, lo que supone un tanto a favor del producto. Todo rezuma a pesadilla gracias también a la elección de unos actores desconocidos que podrían ser los vecinos de uno, salvo por la ex Caótica Ana, Manuela Vellés, dando esa apariencia de cotidianeidad corrompida. Lástima que, pese a sus muchos logros, la propuesta no trascienda el mero ejercicio de estilo, pero vaya, qué estilo.