En tiempo de brujas' es el perfecto ejemplo de lo que un guión nunca debería ser.
Nicolas Cage parece tener por afición fidelizar a sus directores. El pasado verano veíamos como el héroe de cara atormentada por excelencia del cine de acción actual estrenaba nuevo filme con Jon Turteltaub, con quien ya había trabajado en el díptico de La búsqueda. Ahora vuelve, apenas un semestre después, de la mano de Dominic Sena, con quien ya había unido fuerzas en 60 segundos, director que vio en España su último esfuerzo, Whiteout, lanzado directamente a la estantería del videoclub (o al pirateo en Internet, según se vea). Si bien había alcanzado cierto prestigio con la mencionada cinta y con su estreno como realizador allá por 1993 con Kalifornia, ahora ya no se le puede augurar un gran porvenir después de la visualización de esta En tiempo de brujas.
Ambientada en época de las Cruzadas, durante la peste bubónica que mató a las tres cuartas partes de la población europea, el filme se centra en la odisea de Behmen, un cruzado a quien el despiece humano a base de espada ya no le supone ningún pesar en el campo de batalla. Pero en una de sus gestas herirá de muerte a una muchacha inocente, lo que le debilitará su fuerza interior. Un cardenal moribundo le encargará la misión de custodiar, junto a su compañero de batalla y otros caballeros, a una bruja culpada de la mortal epidemia hasta una abadía donde le será realizado un ritual que salvará a la población. El trayecto hasta dicho enclave estará plagado de contratiempos. Aunque parezca un argumento rico y elaborado, no se dejen engañar. Estamos hablando tan sólo de unos pocos minutos de metraje. Las incoherencias y la ausencia de elementos que enardezcan la acción son las señas de identidad del filme.
En tiempo de brujas es el perfecto ejemplo de lo que un guión nunca debería ser. Pasado un prólogo absolutamente prescindible, unas secuencias de batalla cuya única función es dotar de minutos de energía al conjunto y una excusa argumental que parece sacada una chistera de un ilusionista en horas bajas, el verdadero desarrollo del filme funciona como si de un videojuego por niveles se tratara. La mayor parte del compendio de su metraje se rellena con los obstáculos que encuentra el variopinto grupo a su paso: un puente a punto del derrumbe, una lucha con una manada de lobos supuestamente enviados por las fuerzas del mal… y así hasta llegar a la gran lucha con el enemigo final cuya muerte dotará con la gloria a su protagonista principal. En este caso, es el mismísimo diablo.
Salvando su conseguida fotografía y la espectacularidad de sus paisajes (los exteriores fueron rodados en Austria y en Hungría para evocar los vastos bosques de la Europa del siglo XIV), la pieza carece de todo aquello que una muestra del género de aventuras y acción debería ofrecer. Sus batallas distan de ser trepidantes, sus efectos especiales parecen haberse quedado en otro tiempo y los personajes demoníacos se asemejan más al cartón piedra de un parque temático que a los que hemos podido atender en el cine reciente de temática diabólica.
Son quizás el conjunto de nombres masculinos los que intentan salvar una historia imposible a todas luces. Además de Cage, quien parece haberle cogido cierto gusto al disfraz y a la peluca después de El aprendiz de brujo, merece la pena reseñar la aparición de Christopher Lee en un escueto papel así como la inclusión de dos rostros desconocidos cuya expresividad se ve malgastada en sus respectivos roles. Sus nombres son Stephen Campbell Moore y Ulrich Tomsen, quienes resultan dos de los elementos más interesantes en el epicentro de tamaño desentuerto. Mención de honor aparte, no se puede sacar más de donde no hay.