Una requisitoria implacable contra nuestro presente, sita en un espacio alegórico que deja en evidencia nuestra condición de adolescentes cómplices y víctimas de un mundo cuya cruel inexpresividad hemos contribuido a afianzar por la vía de la dejación de funciones.
Produce vértigo pensar que han pasado casi diez años desde el estreno en España del anterior largometraje de Mark Romanek, un aclamado director de videoclips cuyas relaciones con la industria del cine parecen ser cualquier cosa menos armoniosas. Pero, sorprendentemente, el largo tiempo transcurrido entre el thriller Retratos de una obsesión (2002) y Nunca me abandones ha servido sobre todo para constatar que Romanek posee una personalidad y unos intereses muy marcados, y para lamentar que no se prodigue más.
El perturbado protagonista de Retratos de una obsesión, Sy Parrish (Robin Williams), revelaba fotografías en un centro comercial, lo que le llevaba a concluir que “si las imágenes tienen algo relevante que transmitir a futuras generaciones es que existimos una vez, fuimos jóvenes, y a alguien le importamos lo suficiente como para que nos inmortalizase. Aunque, siendo las pequeñeces las que conforman la verdadera panorámica de nuestras vidas, casi nadie las fotografía. Y tampoco nadie hace fotos de lo que desea olvidar: las imágenes que revelo corresponden siempre a momentos felices. Quien desease saber de nosotros a través de nuestros álbumes de fotos, concluiría que nunca sufrimos tragedias”.
Pues bien, la melancolía que desprendían las palabras de Sy, su reflexión sobre el peso de lo latente y lo explícito en nuestras vidas y en nuestros consensos sobre la representación, se repiten en Nunca me abandones; adaptación de una de las tantas extraordinarias novelas del escritor Kazuo Ishiguro (otra de ellas dio lugar a Lo que queda del día), que ha sido encuadrada rutinariamente en el ámbito de la fantasía distópica en función de su argumento: dos chicas y un chico establecen una relación de amor y amistad a tres bandas desde su infancia al final de sus días, marcados por un destino existencial impuesto que no desvelaremos.
La película hace gala de una frialdad que, en primera instancia, puede confundirse con academicismo: Las interpretaciones, la dirección artística, el montaje y la fotografía destilan esa perfección estéril tan cara al cine británico de calidad con aspiraciones a premios varios. Pero una atención más detallada a sus recursos escenográficos y a la muy meditada puesta en escena de Romanek nos permite descubrir que Nunca me abandones no se ubica en ninguna realidad alternativa, ni se circunscribe argumentalmente a la ciencia-ficción.
De lo que hablaba Ishiguro a su habitual y perversa manera elíptica, y de lo que habla Romanek jugando con las presencias y las ausencias en sus planos, es de un tiempo en el que la memoria ha dejado de ser una faceta esencial de lo humano para devenir un desecho reciclable; en el que las pequeñas cosas constitutivas del día a día pasan desapercibidas; en el que la filosofía capitalista del usar y tirar ha impregnado todos los ámbitos; en el que el concepto de alma es un anacronismo; en el que la nueva religión es la libre expresión de nuestras cualidades emocionales y artísticas; y en el que la enfermedad y la muerte suceden tras puertas que jamás se abren en público.
En definitiva, Nunca me abandones es una requisitoria implacable contra nuestro presente, sita en un espacio alegórico en el que queda en evidencia nuestra condición de adolescentes cómplices y víctimas de un mundo cuya cruel inexpresividad hemos contribuido a afianzar por la vía de la dejación de funciones. Las palabras que dedicaba recientemente Álvaro Peña a Más allá de la vida, otra película sobre los claroscuros del hoy, son perfectamente aplicables a Nunca me abandones: “La película describe uno de esos espacios marginales de realidad condenados al soslayo por la mirada de nuestros pares, un espacio que al no hacerse visible simplemente parece no existir”. Pero existe, como terminaremos por descubrir todos antes o después.