El desenlace emotivo, chocante, polémico de "Código Fuente", hace honor de nuevo a lo que el director británico Duncan Jones entiende por ciencia-ficción.
En una entrevista reciente, el filósofo esloveno Slavoj Žižek se hacía eco de las contradicciones esenciales a las que está sucumbiendo nuestro presente, satisfecho de precipitarse a pasos agigantados hacia el pasado poniendo como excusa el futuro: "Nuestra época promueve los sueños tecnológicos más delirantes, pero no está interesada en mantener los servicios públicos más necesarios".
Tanto Moon y Código Fuente, los dos largometrajes realizados hasta la fecha por Duncan Jones, como su cortometraje Whistle (2002), denuncian esa hipocresía programática, algo que ya hiciesen las películas de ciencia-ficción amadas y reinterpretadas por el joven director británico: 2001, Alien, Atmósfera Cero, La cosa, Blade Runner...
En todas ellas, lejos de constituir el género simple evasión, servía al propósito de dejar en evidencia un sistema que había menoscabado la integridad del individuo en nombre de un progreso que solo podía ser considerado tal en términos macroeconómicos. Los protagonistas de los títulos citados coincidían en combatir amenazas ajenas a lo que ellos representaban aunque, precisamente por eso, tales elementos externos les obligasen a la postre a poner en cuestión su propia identidad, articulada de acuerdo con un entorno brutalmente utilitarista.
Dos décadas después, empiezan a vislumbrarse en el horizonte ciertas concomitancias con los predadores ochenta. Mientras, en Whistle, Duncan Jones forzaba a un asesino a sueldo, cómodo tras la ultrasofisticada tecnología que usaba para cometer sus crímenes, a ponerse en la piel de sus víctimas; en Moon, el empleado de una industria pionera asentada en la Luna se descubría un clon más en una larga serie explotada por sus jefes como mano de obra desechable; y en Código Fuente —guión de Ben Ripley en el que Jones ha reconocido "temas hacia los que obviamente sentía una gran afinidad"—, Colter Stevens (Jake Gyllenhaal), un militar norteamericano que ha perdido la memoria tras una misión en Afganistán, es utilizado sin piedad por las autoridades de su país para que trate de evitar un atentado en un tren de cercanías, mediante una revolucionaria tecnología experimental que le permite viajar al pasado.
Colter no puede descubrir al terrorista salvo durante los ocho minutos previos a la explosión en el transporte, lapso tras el cual es devuelto una y otra vez al presente. En principio, parece que nos hallásemos ante una trepidante intriga en torno a quién y por qué puso el explosivo en el tren; intriga que Colter hubiese de resolver siempre en un mismo espacio y tiempo recurrentes como los de una pesadilla, atendiendo a las pistas y los sospechosos que los reiterativos ocho minutos ponen frente a él.
Pero, poco a poco, Código Fuente va transformándose en otra cosa: la lucha de una mente por escapar al control narrativo e ideológico de un relato impuesto, una constante argumental del cine estadounidense de hoy: Shutter Island, Origen, Sucker Punch. Y un alegato contra la filosofía del miedo que justifica el complejo militar e industrial estadounidense, casi tan feroz pero más esperanzado que el planteado por Dalton Trumbo en Johnny cogió su fusil.
"Sé que no habrá una gran revolución. A pesar de todo, se pueden hacer cosas útiles, como señalar los límites del sistema. Hay que encontrar nuevas formas de conciencia", concluía Zizek en la entrevista reseñada. Código Fuente aspira en su emotivo, chocante, polémico desenlace, por exponer alegóricamente esos límites y nuevas formas de conciencia, haciendo honor de nuevo a lo que Duncan Jones entiende por ciencia-ficción: no espectáculos brillantes (de hecho, Código Fuente es espiritual y visualmente cine de serie B) que nos alienan de lo real durante hora y media; sino fábulas verosímiles que ponen a prueba nuestros pusilánimes consensos sobre lo establecido y lo por venir.