Leonardo Di Caprio es uno de los escasos actores que ha sabido aprovechar su lado de fenómeno para hacerse con una gran filmografía. Al margen de sus verdaderas cualidades –sin que ello quiera decir que no las tenga– es evidente que otros que tuvieron posibilidades parecidas las desperdiciaron guiándose por presupuestos y emolumentos, y si bien los suyos nunca han sido escasos –y de hecho le han llevado a participar en producciones bochornosas excepcionalmente remuneradas– ha tenido ocasión de trabajar en cintas de personalidad a manos de algunos de los más alabados directores.
Dentro de esa buena capacidad de elección, su temprana fascinación por Howard Hughes le hacía imaginar desde años atrás como sería la adaptación de su vida, y con quién debía llevar a cabo el biopic para que estuviera a la altura del personaje. Martin Scorsese, con quien había rodado recientemente Gangs Of New York, un proyecto mastodóntico con escasa aceptación por su duración, una épica demasiado cruda y, en definitiva, características no suficientemente próximas al gran público, era sin duda el candidato ideal, la primera opción que debía aceptar el puesto tras la cámara.
La pasión de Scorsese por la historia del cine, de la que Hughes es un personaje vital por su aportación, el contexto en el que vivió, y las mujeres de las que se rodeó, conformaba un triángulo perfecto de personas unidas por su entrega: Hughes a una idea para él alcanzable de perfección; Di Caprio a la vida de este a la que podía representar en primera persona; y Scorsese a esa ocasión de recuperar una motivación plena en superproducción.
Lo que conlleva esta unión es un metraje de casi tres horas, en el que el enfoque a las excentricidades de quien iba acumulando sueños cumplidos y pesadillas crecientes por una busqueda imposible de la asepsia, no pueden ser recibidos de la misma forma por todos los espectadores. Aunque sea esta una de las películas más excepcionales de la última época.