Los videoclubs desaparecen, dicen, y si fuera por la constatación personal de uno, la afirmación sería que lo hicieron hace ya años y que hasta sorprende que alguien los recuerde.
No se trata de haber sucumbido al DivX, porque en su lugar quien escribe estas líneas adoptó tiempo atrás como posición ideológica la de decir no por regla general a la piratería, resolviendo en la medida de lo posible el acceso a películas por las pocas vías legales existentes: plataformas de pago y sala de cine. La televisión en abierto dejó de ser una opción tiempo atrás, absorbida por una OPA hostil del formato teletienda que invadió hasta los mismísmos noticiarios, y esperando el día que llegue una alternativa mejor, esto es lo que nos queda.
Pero al hilo de lo anterior, uno recuerda una infancia de frustraciones personales en videoclubs, con proporcional gozo ante los hallazgos que harían palidecer a la felicidad de los buscadores de tesoros cuando uno, por fin, tras meses de espera, lograba hacerse con un VHS de Los Goonies, Regreso Al Futuro o, no se vayan todavía, un Star Wars.
Sonará a broma en estos tiempos, pero entonces ni pagando: el ir a buscar algún super-hit con el cartelito de ‘disponible’ (el mecanismo era tan cruel que la caja con carátula la conservaban pero había que buscar cuál no estaba alquilada) se convertía en una peregrinación regular para acabar llevándose algún título menor (la de películas que se alquilarían a falta de mejores opciones, la de cine que uno vio con desgana), e incluso en ocasiones llegar al grial de la película codiciada nos despertaba en la dura realidad de una cinta demasiado machacada para seguir mostrando la imagen nítidamente (y una tarde de gloria se convertía en una tarde perdida tratando de calibrar en balde los cabezales de nuestro vídeo).
De todo esto se acuerda uno cuando ve la bilis que brota de los Peter Jackson y James Cameron a propósito de los plazos breves que quieren imponer las distribuidoras para su difusión en DVD (como si al soporte le quedara una vida larga), por el poco recorrido que se deja a las películas en la sala de cine. Algo que suena irreal cuando muchas películas que uno quisiera terminar viendo en la sala duran menos de una semana, cuando las superproducciones en muchos cines no alcanzan siquiera ese plazo tras agotar su recorrido comercial antes de alcanzar el mes. Y al final el problema de acceso se mantiene. Y deseando uno una mayor facilidad para llegar al cine en todas sus formas, acordándose de los peligros de la entropía (o de la supuesta sencillez de acceso que brindan los soportes itunes/appstore) cree que, con todo, uno nunca disfrutará tanto las películas como cuando se comía esa cola eterna de estreno navideño en los cines, como cuando finalmente los astros se alineaban y la esperada película en VHS se encontraba en su correspondiente caja, adornada por una etiqueta de disponible, y al llegar a casa todavía funcionaba. Pero esto en el fondo solo son batallitas de antaño.
Entre tanto alguna que otra película se estrena y bien por falta de reflejos, bien por no hacerlo lo suficientemente rápido, a uno se le escapa la que tenía marcada como imprescindible y desaparece de la cartelera. Algo que con los años puede que recordemos como algo tan raro, absurdo y primitivo como los endiablados mecanismos de carestía que funcionaban en los videoclubs.