Habiendo sido quien esto escribe muy fan toda la vida del cine de Woody Allen, por primera vez ha sentido cansancio y hasta fastidio viendo una de sus películas.
Un joven y exitoso guionista de Hollywood, Gil (Owen Wilson), hace turismo por París con su pragmática novia y sus futuros suegros. Gil ama la capital francesa, su carácter a lo largo del siglo XX de imán para los artistas, que también le incita a él a dedicarse a la literatura y no al cine. La incomprensión de sus compañeros de viaje hacia sus inquietudes nostálgicas lleva a Gil a vagabundear solo por las calles de la Ciudad de las Luces. Hasta que, al llegar la medianoche, se verá transportado mágicamente a la París de los años veinte, en la que Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Gertrude Stein y otros muchos personajes míticos acogerán con entusiasmo sus aspiraciones creativas y románticas.
Si Medianoche en París no es la película más floja de Woody Allen, poco le falta.
Su argumento en torno a los beneficios y desventajas de refugiarse en la cultura para afrontar las inclemencias de la vida, ya lo había tratado, y con más talento y naturalidad, en La rosa púrpura de El Cairo (1985).
Nunca como en esta ocasión había quedado tan clara la condición de mercenario errante que ha adoptado el realizador neoyorquino en los últimos años: sus loas propagandísticas a París rozan lo abyecto, hasta el punto de que lo más meritorio de la película bien podría ser la reivindicación metafórica de una ciudad que, según Allen, es capaz de reinventarse a sí misma una y otra vez a partir de la tradición.
Ni Owen Wilson es un alter ego convincente del autor, ni el resto de los intérpretes se hallan precisamente inspirados en sus papeles. Aunque sería difícil estarlo con unas líneas de diálogo y unas situaciones que, tanto da si las escenas están ambientadas en el pasado o en el presente, no responden más que a clichés (auto)paródicos.
Nos hemos contado entre quienes han seguido defendiendo a Woody Allen incluso cuando las evidencias de su decadencia no podría haberlas soslayado ni un ciego. Pero Medianoche en París transmite una sensación tan deprimente de artefacto mecánico, sin vida, de falsa liviandad, puramente imitativo del propio Allen en su esplendor, que resulta estremecedor que su moraleja venga a decirnos precisamente lo contrario: que el pasado bien puede servirnos para sobrevivir al presente y propulsarnos al futuro.
Parafraseando un título de Allen estrenado en 1991, bien podría decirse que en Medianoche en París solo pueden percibirse las sombras de lo que fue el cineasta tiempo ha, y una espesa niebla que impide ver, más allá de un presente turbio, ningún tipo de futuro. Conste que Allen podría resurgir de sus cenizas en su próxima película, no sería la primera vez que ocurre, semejantes vaivenes son algo normal en un artista tan prolífico. Pero quien esto escribe ha de confesar que, siendo muy fan de su cine toda la vida, por primera vez ha sentido cansancio y hasta fastidio viendo una de sus películas. Y cuando se llega a ese extremo, es difícil que se pueda volver a sentir entusiasmo por un director.