Cambios lógicos, cambios obligados
Vistas las dos primeras partes orientales de la Maldición, el resumen que podía hacerse de ellas es que en la primera Takashi Shimizu descubría un modo de enfocar el terror basado en los espacios pequeños, unas imágenes que provocaban rechazo no por sangre y vísceras –que también- si no por la forma de colocar elementos espeluznantes, y desaprensiva a la hora de golpear con sus miedos.
Sin una argumentación clara más allá de una frase, la de que una muerte con rabia puede dar lugar a una maldición, al final intentaba torpemente dar una explicación mayor, que olvidaba en su segunda parte donde el camino del horror encontrado se llevaba a su máxima potencia.
Pues bien, si esa segunda parte era una auténtica síntesis de horror despiadado, lo que destaca son dos cosas: que de cara a rehacer la primera parte su director tiene nuevos recursos aprendidos de su continuación, y que en EEUU, para una película comercial, no todo vale.
Su miedo ha de ser más acomodado al impacto de plano cerrado y súbito golpe de sonido. Que se intuya lo que conlleva esta maldición, pero que no se ahonde en ella tanto como en la original. Y por supuesto, que haya una historia que permita que el público mayoritario acostumbrado a argumentaciones más clásicas tenga algo a lo que aferrarse para justificar el suspense.
Por lo demás, el escenario sigue siendo japonés (se entendía que parte de su miedo estaba en su arquitectura), pero repleto de protagonistas occidentales entre los que encabezan el repertorio Sarah Michelle Gellar (Buffy Cazavampiros, Scooby Doo) y Bill Pullman. Así se presume que el espectador de EEUU podrá identificarse mejor al ver rostros cercanos, y a la vez se conserva el escenario natural en donde hasta la casa sigue siendo la misma.
Con todo ello su sucesión de sustos con alteraciones temporales y una fuerza todopoderosa que ajusticia incomprensiblemente a quienes se acercan a ella, se dispone a juguetear con el público. Se rodea de algo de trama, se moderan sus miedos psicológicamente más asfixiantes en el original y nos deja con la duda de si una adaptación de la segunda parte podrá hacerse con sentido. La concentración en aquella de la carga de horror, al pasar por los filtros de producción –aunque sean de Sam Raimi, quien ya dejó en el pasado su gusto por la transgresión– puede alejarla mucho más del resultado original.
Quienes quieran apostar por lo auténtico, tienen una solución fácil acudiendo a sus origenes. Fácil en cuanto a elección, su visionado es mucho más duro y eficaz que este, y exige por ello más redaños.