En la parte positiva de Arthur y La Guerra de Los Mundos, la aparente promesa de que aquí se cierra la saga y de que ya no tendremos que soportar más capítulos.
Una de las características de tener hijos, en el caso de algunos cineastas, es que se empeñan en ir alternando proyectos serios con otros enfocados directamente a entretener a sus vástagos (como si no les bastara con los miles de películas destinadas a los más pequeños de la casa que se realizan con regularidad), con resultados no siempre satisfactorios. Esta tendencia, que empezó a hacerse patente con Robert Rodríguez merced a sus Spy kids y similares, se ve reforzada gracias a Luc Besson, que firma con el estreno que aquí nos ocupa la tercera parte de una saga cinematográfica donde adapta una serie de novelas para niños escritas por él mismo.
Resumiendo los precedentes, en Arthur y los Minimoys fuimos testigos de una historia entretenida por los pelos, con una animación que maquillaba un resultado final que a veces no estaba tan cerca de lo infantil como de lo infanticida. Tras el éxito de recaudación obtenido, el realizador galo decidía exprimir la gallina de los huevos de oro y limitaba la historia a narrar, estirando un chicle que debido a esa decisión ofrecía poco sabor, y dejando abierto el final de Arthur y la venganza de Maltazard, no sin antes prometer una gran conclusión en el título que aquí nos ocupa.
En esta tercera entrega tenemos al malvado Maltazard campando a sus anchas por nuestro mundo, buscando el modo de aumentar el tamaño de sus esbirros para que sean capaces de tomar el planeta y satisfacer así sus ansias de dominación. Corresponderá a un miniaturizado Arthur y a sus amigos hacer frente al villano y frustrar sus planes.
Pocas novedades hallamos respecto a las dos partes precedentes. En la parte positiva, a la corrección de los tramos creados por ordenador –con todos los homenajes que se quieran ver a las cintas de bichos de Pixar o Dreamworks– hay que sumar la aparente promesa de que aquí se cierra la saga y de que ya no tendremos que soportar más capítulos. Tampoco cabe desdeñar, si se cuenta con hijos o sobrinos fácilmente impresionables, las escenas donde se imprime un ritmo más trepidante, así como algunas imaginativas transiciones entre escenas, sobre todo en la primera parte de metraje.
Sin embargo, el alargamiento de la trama provoca que de nuevo abunden las escenas de relleno que no llevan a ninguna parte, y la batalla final contra Maltazard llega tan tarde que a esas alturas resulta descorazonadoramente fácil haberse sumido en el sopor. Tal vez si se hubieran comprimido ésta y su predecesora en noventa minutos... Además, los personajes animados caen en todos los tópicos habidos y por haber, mientras que los humanos repiten esquemas ya vistos, resultando otra vez sencillamente insoportables.
Probablemente Besson logre volver a cosechar una buena caja con ella, pero no cabe duda de que incluso haciéndolo a propósito hubiera costado crear un producto más infantiloide, tedioso y prescindible que este.