El resultado final, pese a que muchos elementos funcionen bien en pantalla, acaba adquiriendo tintes pretenciosos.
Llega el verano, y como viene siendo tradición un nutrido grupo de amigos se reúne en una localidad costera para disfrutar de unos días de asueto en una de las viviendas que posee uno de ellos. Sin embargo, este año se ha producido una baja forzosa de última hora –no conviene perderse ese meritorio plano secuencia con que arranca la cinta– que teñirá de cierto aire pesimista la estancia en el paraje.
El realizador Guillaume Canet –Mi ídolo (2002) y No le digas a nadie (2006)– se plantea en este filme un reto interesante, el de presentarnos a un buen número de personajes (treintañeros que se aproximan a los cuarenta) cuya convivencia temporal en un lugar más o menos limitado espacialmente provocará que vayan produciéndose roces y que emerjan a la superficie una serie de conflictos que habían permanecido sumergidos durante meses, incluso años. No es que no hayamos visto algo similar con anterioridad –ahí están como botón de muestra Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983) o Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992)–, pero siempre resulta apreciable que un director haga el esfuerzo de sacar adelante una empresa que podría caer fácilmente en el ridículo si no se cuenta con un guión sólido, en este caso pergeñado por el propio Canet, y que bascula entre la comedia y el drama durante sus 150 minutos (otro hándicap añadido) de duración.
Concebida como intento de retrato generacional, la película sabe ofrecer y combinar los elementos suficientes como para complacer a un buen número de espectadores (no en vano, Pequeñas mentiras sin importancia logró auparse el pasado 2010 al primer puesto de recaudación en Francia). Vemos expuestos en la pantalla distintos tipos –estereotipos en según qué casos– de personas, relaciones y conflictos. Algunos nos interesan (no demasiados), otros entretienen (la mayoría) y también hay otros que resultan tan obvios y repletos de lugares comunes que animan al sonrojo.
Los diálogos resultan frescos, aunque cuesta quitarse de encima una sensación de que en buena parte sirven para rellenar un metraje al que se le podía haber aplicado generosas dosis de tijera en la sala de montaje. Los paisajes que vemos tampoco son desdeñables, pese a que de nuevo no aporten nada jugoso al balance final, consistiendo en postales musicadas. Y hablando de la música, debemos alabar la elección de las canciones de la banda sonora, pero siendo conscientes de que siempre que suenan obedecen a las intenciones del director de manipularnos para que en cada pasaje de su obra sintamos exactamente lo que él quiere que sintamos, de un modo bastante artificial (es conocida, gracias a otras películas anteriores, la efectividad en estos contextos de Antony and The Johnsons, Damien Rice o Janis Joplin). Otro punto favorable son las interpretaciones, destacando en un reparto coral la labor de François Cluzet o la oscarizada Marion Cotillard, por mucho que sus personajes disten mucho de ser redondos.
El resultado final, pese a que muchos elementos funcionen bien en pantalla, acaba adquiriendo tintes pretenciosos –las dos horas y media no ayudan– a la hora de abordar los temas tratados. Las reflexiones sobre la fragilidad humana, los sentimientos reprimidos, la amistad y el amor se van viendo sepultadas poco a poco, llegándose a las resoluciones de los distintos conflictos con un toque moralista demasiado fácil de prever, rematado con un final lacrimógeno que acaba siendo la manipulación definitiva de un director y guionista con excesivas ínfulas.