El guión de El Cisne Negro, es insultante. No el de 2 Fast 2 Furious. No el de La Brujula Dorada. Lógicamente desde una perspectiva subjetiva: lo dice una tal Tamara Rojo, primera bailarina del Royal Ballet de Londres, algo que le debe dar dignidad a sus declaraciones y especial validez al mensaje pues la buena mujer de danza sabe seguro.
Explicaba Aronofsky en la entrevista que publicamos en el número impreso de marzo, que tuvo muchos problemas para poder documentarse para hacer la película. Documentarse. Que lo hizo. Todo hasta que tras llamar a la práctica totalidad de las puertas, finalmente pudo contar con la colaboración de gente del mundo más abierta al cine, puesto que en general los danzarines son muy exquisitos: no tienen reparos en ponerse tutús ni hacer de cabriolas extrañas en mallas su modo de vida, pero mezclarse con una afición tan prosaica (y maravillosa) como el cine, que además crea figuras admiradas entre sus creativos mientras nombres como los de la susodicha se nos olvidarán mañana, como que no. El potencial que pueda tener el cine sobre las demás artes para poder comunicarse con una mayoría, desaprovechado –e innecesario– muchas veces, no les va a estos señoritos del panpringao que así eran reflejados en el retrato de Aronofsky en un aspecto en el que difícilmente no acertara.
Rojo, en concreto, apunta como uno de los grandes males (por encima de los clichés: la película es todo un cliché, como habrán comprobado quienes la hayan visto, sarcasmo mediante) es que algunas mamás ya no quieren llevar a sus nenas al baile de las artistas. Se lo han dicho a ella, que también regenta un servicio demoscópico en sus ratos libres: "sé que hay madres que se planteaban llevar a sus hijos a ballet y han desistido. Puede que, gracias a la película, ahora haya 200 espectadores más intentando comprar entradas para nuestras funciones, pero, a la larga, el ballet va a verse perjudicado".
El mal por tanto está hecho: no habrá más bailarinas en el futuro por si estas se vuelven psicópatas peligrosas de personalidad desdoblada que se confunden al mirarse en el espejo y se tocan la entrepierna en presencia de su madre dormida. Podría resolverse, quizá, con que las madres no se obsesionaran hasta lo patológico para evitar seguir la ruta del guión… o con que fueran capaces de distinguir realidad y ficción. Aunque el tema es interesante ¿existe de verdad el temor entre las madres de las bailarinas –al menos las que conoce Rojo– de que aquello acabe en mutación en pajarraco oscuro?
Que esto suceda con Aronofsky, que tanto en Cisne Negro como en El Luchador -y en gran parte de su filmografía de hecho-, lo que viene a relatar por encima de géneros concretos es la plena entrega a un arte para sacar lo mejor de cada artista (en reflejo a su actitud y cómo tanto él como quienes le rodean hacen lo posible por llegar al límite buscando el mejor resultado en cine), hace sólo más grave e irritante la supuesta autoridad moral que se da no sólo en lugares como la danza o la ópera, sino dentro del propio cine entre facciones fundamentalistas ahí calificadas de ‘gafipastas’. Y todo en conjunto no deja de ser algo que hemos dicho alguna vez: mala forma de asumir la cultura es esa que se basa en denostar a quien supuestamente no la tiene o no están a su altura. Que habrá quien tenga las articulaciones de goma y no tome caviar si no viene con certificado de garantía de un príncipe ruso, pero que en sentido común y respeto, algunos tienen mucho que aprender.
(Sí, servidor ya dejó claro tiempo atrás que adora a Cisne Negro. A pesar de lo mucho que le aburre –y que desprecia: descubrámonos– la danza de los patos y la madre que parió a la ‘premio a los bailes de su pueblo’. Aburrimiento que por cierto comparten muchos de los pedantes que dormitan en su butaca mientras financian a los bailongos).