sorprende por tratarse de un producto patrio perfectamente exportable que se sumerge con acierto en un género tan complicado como el western.
En el desenlace de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) podíamos ver cómo terminaba la historia de Sundance Kid y Butch Cassidy, interpretados respectivamente por Robert Redford y Paul Newman. Sin embargo, ya a principios del siglo pasado se creó la leyenda de que la versión oficial que se contaba –y que se inmortalizó en la mentada película– no tenía nada que ver con la realidad.
Aprovechando ese hilo argumental, Miguel Barros elabora un guión donde Butch Cassidy se nos muestra veinte años después de aquel tiroteo en Bolivia, escondido bajo el nombre de James Blackthorn. El veterano forajido pretende regresar a Estados Unidos para conocer a un familiar muy cercano con quien nunca ha podido verse. Es entonces cuando nuestro protagonista se topará con un joven ingeniero español que acaba de robar en la mina donde trabaja, provocando una persecución implacable que arrastrará inevitablemente también a Cassidy.
Blackthorn, sin destino sorprende por tratarse de un producto patrio perfectamente exportable que se sumerge sin rubor y con acierto en un género tan complicado y tradicionalmente tan poco español como el western. A los mandos de la nave está Mateo Gil, habitual escudero de Alejandro Amenábar (escribieron juntos los libretos de Abre los ojos, Mar adentro y Ágora) y realizador de cortos como Allanamiento de morada o Dime que yo, además de director en el ya lejano 1999 del desafortunado thriller Nadie conoce a nadie.
Hay que destacar la buena factura de este título, donde están bien engrasados los elementos básicos para que todo buen western crepuscular funcione: la fotografía de Juan Ruiz Anchía (los paisajes bolivianos escogidos, qué duda cabe, deberían obtener también su ración de mérito), la música de Lucio Godoy, una realización pausada y sugerente –surgida como un sentido homenaje al género–, las sentencias ominosas que surgen de la boca de los personajes, y sobre todo la enorme interpretación de un Sam Shepard que levanta él solo la película entera, encarnando a ese guerrero solitario y cansado que busca satisfacer sus últimos deseos antes de abandonar este mundo.
En la onda de Enfrentados, Mateo Gil brinda al espectador una película del Oeste algo atípica pero con regusto clásico, no sólo apta para seguidores del género, y que en ningún momento pretende convertirse en una cinta de acción más –pese a todo, quizá se le pueda achacar precisamente que faltan escenas más movidas–, creando progresivamente un magnetismo especial que, eso sí, pierde ligeramente el rumbo en el último tercio de proyección, con un ritmo errático que resta puntos a nuestra valoración final.
Aunque haya otros aspectos que no acaben de ser redondos –la presencia de Eduardo Noriega, actor fetiche del realizador–, es innegable el buen sabor de boca que dejan recursos como los flashbacks recordando a los jóvenes Cassidy y Sundance Kid, lo bien expuesto que queda el contraste generacional entre los dos protagonistas, así como la acertada presencia de los valores tan habituales en este tipo de filmes, tales como la amistad, la libertad, la justicia, la moral, los ideales, o el paso –y el peso– del tiempo en los seres humanos. En conclusión, más que digna revisión hispana de un género peliagudo y arriesgado.