La personalidad de J.J. Abrams va minando insensiblemente el Parque Temático Spielberg que es "Super 8", aunque sin atreverse a dinamitarlo por completo; lo que acaba repercutiendo en una película híbrida, indecisa, mal calculada, mucho menor de lo que aparenta y lo que se anda proclamando.
Títulos como Los mercenarios, Jacuzzi al pasado y The Karate Kid han puesto de manifiesto en las últimas temporadas un revival del cine comercial gestado en los ochenta. En más de un caso la intención nostálgica se ha solapado, aun sin pretenderlo, con la crítica: aspirándose a reivindicar películas producidas en Hollywood durante aquella época, lo que ha quedado muchas veces en evidencia es su mediocridad conceptual, amén de la inoperancia actual de sus réplicas.
En lo tocante al que fuese apodado por entonces Rey Midas de Hollywood, Steven Spielberg, antes de Super 8 hubo una producción ni más ni menos que española, Héroes (2010), que se atrevió a revisar la pertinencia de sus señas de identidad artística en el periodo comprendido entre Encuentros en la Tercera Fase (1979) y El color púrpura (1985).
Escrita por Albert Espinosa y dirigida por Pau Freixas, Héroes era una fábula sobre la supuesta pérdida de inocencia y valores por parte de quienes fueron niños en los ochenta y ahora empiezan a cultivar calva y barriga. Pero sus reflexiones sobre los contrastes entre la Cataluña de hace tres décadas y la de hoy, así como sobre los dilemas presentes que ha de afrontar la llamada generación Peter Pan, estaban tan condicionadas por el peso cultural y sentimental de hitos populares como Verano Azul y Los Goonies, que su apelación postrera a recuperar el contacto con "lo auténtico de la vida" resultaba absurda; todo en su discurso audiovisual ejemplificaba justo lo contrario: alienación, huida de la realidad, complicidad pasiva con el orden establecido de las cosas.
Precisamente la perniciosa ideología que forjaron los ochenta, heredó nuestra contemporaneidad, y ha puesto en cuarentena la recesión económica. En enero de 1990, el crítico Michael Sragow escribía para la revista Mother Jones acerca del cine popular de la década que acababa de concluir en términos muy similares a los que podrían aplicarse, corregidos y aumentados, para el de ayer mismo:
"Si el presidente Ronald Reagan y los ejecutivos de los estudios hollywoodenses hubiesen planeado juntos una agenda ideológica en 1980, las cosas no les habrían salido mejor: Las películas estadounidenses han dejado de reflejar la vida real [...] La orquestación de imágenes ha sustituido a la autenticidad del relato [...] El espíritu reinante ha sido el de una nostalgia atemperada por la ansiedad".
De una manera más enriquecedora que Héroes, Super 8 también da cuenta de una remisión enfermiza, irresoluta e interesada al pasado. Su visión de lo real como materia abstracta de lo cinematográfico y de un ayer quimérico en el que éramos mejores, no busca otra cosa que nuestra justificación presente, la absolución de nuestros pecados. Algo connatural al cine de J.J. Abrams, que en sus anteriores largos —Misión Imposible 3 (2006) y Star Trek (2009)— ya había apostado por reverdecer el esplendor en la hierba de su juventud como espectador, incluso a costa de una creatividad verdadera que ha dejado para la televisión, medio en el que parece no tener tantas deudas morales que saldar.
Ambientada en el verano de 1979 en una pequeña localidad de Ohio, Super 8 cuenta la historia de cinco chavales que ruedan una película artesanal mientras a su alrededor se desarrolla una gran superproducción: el descarrilamiento de un tren, la liberación de una misteriosa criatura, la toma del pueblo por el ejército, el descubrimiento de un terrible secreto...
El film imita con la mejor de las intenciones la atmósfera y el sentido de la aventura y lo fantástico de clásicos como E.T. (1982) y la dichosa Los Goonies, rindiendo un sentido homenaje a Spielberg que tiene algo de siniestro a la vista de que el Rey Midas ejerce como productor de la película, siendo famoso por controlar con mano férrea los proyectos en los que interviene (recordemos que la ausencia de Megan Fox en Transformers 3: La cara oculta de la Luna ha sido cosa suya).
Pero, como apuntábamos al principio, las mejores intenciones también pueden demostrar lo periclitado de ciertas maneras de concebir el cine. Y, tras una primera media hora excelente, Super 8 empieza a hacer gala de una artificiosidad y una ñoñería dramáticas y unas ansias por gustar, por dejar clara su "humanidad" frente a la frialdad de los blockbusters de hoy, que irritará al espectador medianamente analítico con lo que ve y con sus propias emociones.
Lo más curioso es que la presencia de J.J. Abrams y de las constantes del espectáculo de hoy socavan insensiblemente ese relato arcádico: las inconsistencias narrativas, una mayor dureza de lo esperado, la concesión a efectos visuales intempestivos, van minando el Parque Temático Spielberg aunque sin atreverse a dinamitarlo por completo, lo que acaba repercutiendo en una película híbrida, indecisa, mal calculada, mucho menor de lo que aparenta y lo que se anda proclamando.
No hace falta dedicarse a la crítica de cine para saber que el Spielberg de E.T. y Los Goonies no era un santo, desapareció en cualquier caso hace años, y tiene mucha responsabilidad en las derivas del cine comercial de los últimos treinta años. Lo que ha intentado hacer J.J. Abrams es recoger un testigo generacional; de haberlo hecho con garra, personalidad, una mirada mínimamente escéptica, podríamos estar hablando de una película excelente. Lo ha hecho con sumisión, con interés, y el resultado es hipócrita, una impostura.