La naturaleza de un neurótico obsesivo es un arma afilada, que tanto da la tenacidad para el logro de un objetivo, como crea un infierno en que ambientar su persecución. Sea una mujer aspirando a abrazar a su amado, sea uno de tantos llamados genios presiguiendo su visión del cine, sus ojos miran sólo a allá donde enfoca su determinación, y cualquier obstáculo no hace sino refortalecer su carácter obstinado.
Matilde sueña que su novio vive entre la muerte de la guerra. Podrá estar enterrado entre todos los silencios del mundo, pero ella sabe que su corazón late: porque lo siente, porque necesita sentirlo.
Jean-Pierre lee con emoción cómo ese personaje sigue adelante contra toda lógica, pasando de pertinaz a contumaz, terca y dolida por el paso de los días, sin rendirse ni arrodillarse, levantándose a dar el siguiente paso. Lee sobre ella en 1991 y el libro de Sébastien Japrisot le cala tan hondo, se siente tan cercano su carácter, que sabe que algún día será él quien use su enfermedad obsesiva para dar imágenes a sus páginas.
Había dejado por aquel entonces su primera huella en el cine con Delicatassen, el camino empezaba bien, pero aún debían de pasar diez años más, llegar a emocionar con la sublime fantasia de Amelie a medio mundo, y así poder encargarse de la obra que le había marcado. Su autor, Japrisot falleció poco antes de poder ver el resultado. Antes le había dado carta blanca, le había dicho que le avisara cuando estuviera lista para ver entonces el producto de sus obsesiones, seguro de cómo iba a ser éste.
Desde sus inicios con Marc Caro, en cada cinta de Jean-Pierre Jeunet hay un pulido extremo de la estética que demuestra su capacidad para llegar al límite. Con Amelie, la primera ocasión que se rinde al optimismo, la condensación de artesanalidad y técnica es tan sumamente anormal, que hace que el nombre de fábula que aparece en el título original nunca haya tenido tanto sentido. En manos de cualquier otro, el derroche de medios que repite en Largo Domingo de Noviazgo sería improcedente, la historia se vulgarizaría o quedaría en segundo plano, las imágenes que en él son arte serían ridículas. Sin embargo él, contra los que se cierran en un estilo, impregna sus trabajos de cambios repentinos, bien en forma de acotaciones , bien en saltos en el tiempo, y hace que uno pueda pasar dos horas deseando más de su cine. Estas formas, a lo largo del metraje caminan por entre el contraste de las miserias de la guerra -esperpéntico escenario al que dramatiza y ridiculiza al tiempo- y la dulce inocencia del conmovedor rostro de Audrey Tautou, encontrando en conjunto un nuevo campo para hacernos participar de su espectáculo utilizando esta vez una búsqueda. Cada vez que ella lucha por contener las lágrimas, cada vez que reacciona ante un conato de desesperación aferrándose a aquello que necesita por vivir, Jeunet está detrás, obsesionado de igual forma en que cada una de las tomas recojan un plano tan real y delirante que desde el más bello escenario a la más cruenta escena sean filmadas como si un ser todopoderoso guiara la cámara.
Puede que las obsesiones no siempre lleguen a cumplirse, y seguro que no siempre son igualmente entendidas por todos. Con Jean-Pierre Jeunet, en todo caso, hay algo espléndido en su deseo de evitar las cosas imperfectas. Desgraciadamente, cuando uno ve una de sus películas y las compara con el resto, se da cuenta que en éste mundo hay demasiado mediocre que se queja de su suerte, cuando no lo da todo por tenerla.
