Llega el calor y con él la apetencia de veladas viendo cine al fresco de la noche, al aire libre. Ya no quedan cines de verano propiamente dichos, con sus suelos de gravilla, sus sillas de metal incomodísimas, sus anuncios pintados a manos en las paredes de cal blanqueadas y su bar al fondo, en la lejanía de la pared blanca que ejercía de pantalla para evitar que el trasiego de los pedidos se confundiese con los diálogos de la película.
Ya no quedan cines de verano, decía, como ya no existen programas dobles en sesión continua. Todo ello se lo llevo un golpe certero del capitalismo en su afán de rentabilizar nuestro tiempo y nuestro dinero. Los cines de verano ahora son parkings o urbanizaciones en los que uno, en su afán cinéfilo, supone que aún conservan la pared de la pantalla original en la sala de calderas o de contadores de luz y que, furtivamente, los vecinos aún podrían usarla en caso de emergencia nuclear, por ejemplo, otro peligro de la época del cine de verano que también se ha disipado con el tiempo.
Ahora el cine de verano lo programa el Ayuntamiento de las grandes ciudades para que el público que se queda en la urbe no naufrague en el calor del ferragosto. Es el complemento nocturno a las piscinas municipales donde los desheredados de las playas apaciguan su humor a golpe de refresco y reestreno. Los grandes parques y espacios municipales despliegan una gran pantalla portátil donde se proyectan ls cintas que durante el año se han ido desgranando en la cartelera y así, vistos desde lejos, estos cines de verano resultan un barco de mucha eslora con toda la tripulación mirando a popa esperando que el mar del cine se los lleve a otro lugar cuando el viento de la proyección empiece a empujar la vela de la pantalla. “¡Suelten amarras!” -debería gritar el proyeccionista al poner en marcha el motor para que el público empezase a dejar atrás mentalmente los problemas del día.
Las bofetadas de Bud Spencer, Fumanchú, el andar patizambo de John Wayne, el mono borracho en el ojo del tigre, la patada giratoria de Chuck Norris, los esmoquins imposibles de James Bond, el bañador color carne de Bo Derek, los tiburones en 3D o las escobas vivas de Fantasía son hallazgos que el cine popular ha dado al público principalmente por medio del cine de verano. Incluso Steven Spielberg ideó su Indiana Jones y su Tiburon y sus etés pensando en este tipo de proyección y público. Es la gracia del cine, que lo mismo alimenta nuestro espíritu Dreyer, Welles, Buñuel o Murnau que Disney, Franklin J. Schaffner o John G. Avildsen. Eso es lo que somos, una amalgama de sensaciones que tenemos toda la vida para destilar.
Donde no hay parques, hay iniciativas como las de los cines Verdi, donde durante los meses de verano se proyectan clásicos, clasiquísimos, para quien tenga pendiente verlos, o quién los quiera disfrutar por primera vez, o quién quiera tener la catarsis de verlos con quienes los aprecian hasta la extenuación. Y seguro que además es barato para la sala su coste, asi ganamos todos. Y el día que hagan un ciclo de Bruce Lee...