Cómo contar la vida de una estrella. Su ascenso pasando de la miseria al éxito, los inevitables problemas personales, y finalmente su forma de mantenerse o caer de la arrogancia.
Hemos visto tantas cintas relatando cosas parecidas, que moviendo algunas variables e introduciendo unas particularidades podemos hacer un pronóstico, aún en forma de prejuicio, de qué podía ser la vida de Ray Charles llevada a la gran pantalla. En su caso hay dos condicionantes claros, su ceguera que le acompaña desde niño, y su éxito imperecedero que a diferencia de otros no le abandonó si no que gracias a su constancia logró defender, permitiéndole trascender por varias épocas en las que aumentó su fama y fortuna.
Por otro lado, tratándose de un afro americano, cabe suponerle también algo de aportación a la lucha contra la segregación racial, y siendo una estrella de la música, problemas con las drogas o el alcohol.
Pues bien, eso es exactamente lo que ofrece Taylor Hackford en Ray, aquello que imaginabamos que podía hacer. Director de trayectoria irregular conocido por sus cintas Oficial y Caballero, o Cuando me enamoro, y productor de otras como La Bamba (también de ascenso, en ese caso fugaz, al estrellato) o Pactar con el diablo, a lo largo de más de dos horas nos da a fuerza de tópico remarcado una visión de lo que habríamos intuido sin demasiados esfuerzos y siempre sobre los mismos ejes: superación (tanto ante su ceguera como en el mundo de la música), relaciones que se complican por el dinero, adicción a las drogas y un carácter mujeriego empedernido que hace más enrevesadas aún esas relaciones.
La forma de resaltar éstas ideas se lleva con cansina extenuación. Hackford pretende que todos salgan del cine con los conceptos bien claros, y aunque la biopic en cuestión se tome demasiado tiempo para contar cosas que dentro del género están muy vistas, él o no parece consciente o no confía en el público. Cada escena arquetípica, desde el contacto con su ceguera y su forma de “ver” con los oídos (al más puro estilo kung-fu: oigo las ramas, a los animales y a los insectos) hasta los choques con los personajes cercanos, se tratan con redundancia y previsibilidad, de tal forma que sólo fantasiosas ensoñaciones de la tormentosa infancia de Ray Charles se salen de lo corriente. Cuando le llega el momento de enfrentarse a las drogas como lo ha hecho con todos los problemas, se permite unas licencias de director creativo después de haber pasado por un exceso de números musicales para señalar una y otra vez un ascenso a la cumbre que, por otro lado, se intuye tan directo que no se percibe el verdadero sufrimiento del artista. Cierto que en algunos momentos lo afronta en la soledad de su ceguera, pero se toma ya de subida y las inserciones progresivas de su pasado sólo mortifican a quien ya vive más que encaminado.
Dentro de éste tratamiento del tiempo tan ingenuamente subrayado, con dos horas no llega ni de lejos a cubrir su biografía, por lo que en dos líneas de texto resume lo restante cuando el espectador pensaba que iba a pasar el resto de su vida esperando el final de la de Ray Charles. Pocas demostraciones mayores de incompetencia pueden haber en el tratamiento del tiempo.
Extrayendo el interés de la cinta la música del artista, a Jamie Foxx se le da una oportunidad para interpretar a un ciego de andares renqueantes tan a gusto de la Academia y su devoción por la imitación lisiada (por más que su papel en Collateral, por citar alguno reciente, tenga más de actuación y menos de caracterización), la vida de un símbolo se relata sin florituras, sin defectos formales pero adoleciendo una falta de perspectiva sobre el propio género, y de interés por eludir una planicie que olvida la tradicional estructura de introducción nudo y desenlace para devolvernos demasiadas veces sobre lo mismo. Sí, Ray Charles era muy grande, era ciego, y su éxito fue imparable. Aunque la película olvide el ritmo de cine escudándose en el de sus canciones.