la puesta en escena de "Templario" aboga con furia por el verismo: escenarios desolados, fotografía turbia, comportamientos primarios, cámara al hombro, sangre y vísceras por doquier…
Intento ambicioso pero fallido el de esta producción independiente de veinticinco millones de dólares, confiada incomprensiblemente a un director (Jonathan English) y dos guionistas (Stephen McDool y Erick Kastel) cuyo escaso currículum lo componen subproductos de terror.
Por una parte, Templario ejerce sin pretenderlo como secuela de la reciente Robin Hood. El film de Ridley Scott concluía con la firma en 1215 por parte de Juan I de Inglaterra de la Carta Magna, documento predecesor de una sensibilidad democrática.
El de Jonathan English cuenta los hechos posteriores: el monarca (encarnado por Paul Giamatti) sostiene que firmó la Carta Magna bajo coacción; reclama su derecho divino al trono, y persigue cruelmente a los barones que se rebelaron contra él.
Durante dos meses, Juan dirige en persona el asalto al Castillo de Rochester, donde resistirán el aristócrata William Albany (Brian Cox), un templario que ha hecho voto de silencio (James Purefoy), y otros nobles y militares.
A propósito de Robin Hood, escribíamos que Scott y el guionista Brian Helgeland habían tratado de devolver al personaje ficticio al seno de la Historia, para estudiar el surgimiento de los mitos en contextos reales y qué pueden aportar a los mismos en su regreso.
No puede decirse lo mismo de Templario, una película que sigue la senda de los tópicos y las simplezas con que el cine comercial ha abordado tradicionamente lo histórico, a los que se suman los demandados por el público de hoy; mención especial para las ridículas presencias de Kate Mara como señora del castillo y de Vladimir Kulich como monstruoso mercenario danés al servicio del rey Juan.
Tal torpeza hace un poco absurdo que la puesta en escena abogue con furia por el verismo: escenarios desolados, fotografía turbia, comportamientos primarios, cámara al hombro, sangre y vísceras por doquier…
Tanto barro y tanta amputación resultan inexpresivos, y más teniendo en cuenta lo arrítmico y reiterativo de la narración. Poco que ver con el brío de Centurión o el modesto sentido de la aventura que caracterizaba La legión del águila.
Templario es una propuesta loable, pero fracasa en sus propósitos por la evidente falta de talento de sus responsables.