Curtida por todos los golpes que ha recibido en la vida, Maggie (Hilary Swank) ha descubierto en el boxeo el único lugar en que se siente realizada. Tal es su implicación que con 31 años y una austera vida de camarera, todo lo que ahorra y todo lo que tiene lo enfoca a un sueño aparentemente absurdo: quiere ser la mejor, quiere ser la campeona. Para ello sabe que ha de seguir dándolo todo (algo fácil para ella) y que ha de contar con la ayuda del mejor entrenador posible: el veterano Frankie Dunn (Clint Eastwood).
Experto en alzar púgiles hasta lo más alto, a un lugar donde ya no les acompaña pues siempre acaba perdiéndolos víctima de su exceso de celo, Frankie se ha convertido en un entrenador tan conservador que ya no es capaz de ver cuándo sus boxeadores están preparados. Su experiencia sigue sirviendo para formarles, pero antes o después todos acaban abandonándole. Lo que sí tiene claro, es que no va a entrenar a una chica, aún cuando esta pueda acabar siendo su más leal discípula. Bastantes cargas tiene ya en su vida.
La historia surgida del relato de F.X. Toole, quien tras años ejerciendo de “zurcidor” de heridas en el ring ha querido aportar algo de ficción a sus años de carnicería, encuentra en la fría mano de Eastwood la guía para acabar siendo tan tierna como demoledora. A la hora de mostrar a una entrañable luchadora que es capaz de encerrarse en su objetivo de llegar al infranqueable corazón del entrenador (y de ahí a la victoria), acaba acercándolo tanto al espectador, que éste no puede sino llegar a quererla como a alguien cercano. Es parte de la proximidad que se acaba creando con todos los personajes principales, y que los llena de tanta humanidad en la pantalla, que sus vidas se acaban haciendo de algo más que de celuloide.
Llegados a ese ese punto, ese Harry sucio y despiadado sigue siendo tan lúcido como encantador y miserable. Tan capaz de acariciar como de golpear, de arropar o prender en llamas las emociones de su público.
Cuando cada uno de los espectadores está empujando para que Maggie haga real su sueño, cuando este va tomando realidad merecidamente, no tiene problema en recortar emocional y argumentalmente para en un giro irrevelable redirigir los puñetazos del ring hacia las butacas de la sala. En la experimentada visión de alguien que es capaz de tanta bondad y tanta crueldad, los impactos son duros y secos, lo que otros construirían en sensaciones rebuscadas a base de fáciles recursos de banda sonora y chirriante provocación de la lágrima, en su inmisericorde crudeza lo hace entre afilados silencios, permitiéndose minimizar en un lento piano que nos recuerda que lo que vemos es ficción, pero que al mismo tiempo entre sus notas esa ficción sigue mucho más cerca de la realidad de lo deseable. Libre de adornos y aditivos, la historia queda en ese punto demasiado próximo en que es fácil ver que el imperturbable rostro del personaje de Eastwood esconde tanto las lágrimas como evidencia su rabia y dolor.
Million Dollar Baby acaba siendo una historia descorazonadora, sin un ápice de esperanza para quienes acuden a la sala en fin de semana buscando escapar de las complicaciones diarias. De ella puede desprenderse algo positivo por la entrega, pasión y lucha de quienes la protagonizan, pero deja un sabor áspero y amargo que cuesta quitarse, que sedimenta en el rincón de los recuerdos tristes. Clint Eastwood conserva cargada la pistola, y si aquí amaga con caricia, lo hace a su culata antes desenfundar y dispararnos. Sigue siendo el maestro que puede enseñarnos todo, con unas lecciones tan odiosamente conmovedoras, que los menos preparados las verán con los ojos húmedos y un eterno rencor a su maestría.