Pese a tratarse de un tratado fascinante sobre la vida y la naturaleza, puede crispar a más de uno que desconozca que es lo que va a ver.
Michelangelo Frammantino es uno de aquellos directores a los que nadie conoce y que, de la noche a la mañana, empiezan a ser reconocidos en circuitos minoritarios de certámenes cinematográficos y festivales que le acaban colmando de premios por uno de sus trabajos, efecto dominó que hace que el filme laureado llegue a estrenarse de forma dignamente comercial. En su caso, el fenómeno ha tenido lugar con su segundo filme, Le quattro volte, que ha sido lanzada entre el aluvión de blockbusters veraniegos para convertirse en la propuesta más bizarra que la cartelera puede ofrecer en tiempos de canícula.
Estamos ante una especie de oda a los estados de la vida cuyo hilo narrativo persigue esos cuatro tiempos que anuncia su título. El espectador asiste atónito a la consecución de lo humano, lo animal, lo vegetal y lo mineral para acabar concluyendo que la naturaleza en curso tiene un contenido que va más allá de la percepción sensorial.
El primer tramo de este recorrido se centra en los últimos días de un anciano pastor que recoge cenizas de una iglesia para luego ingerirlas mezcladas con agua, tal y como dicta una antigua tradición precristiana, extendida en Calabria. Cuando un día el anciano no puede recoger sus polvos terapéuticos muere, y el protagonismo es cedido a la historia de un lechal neonato que acabará perdiendo a su rebaño para acabar refugiándose en el cobijo que le proporciona un gran abeto. El tercer tramo será protagonizado por el ominoso árbol, que será talado y utilizado como epicentro de unas fiestas populares, para, finalmente, ser objeto de consumo del ser humano.
Frammantino se adentra en una narración basada en la quietud de los planos y en la atención a los pequeños fenómenos cotidianos. Y lo hace en un pueblo calabrés encaramado en las alturas que parece haberse estancado en el tiempo, que sigue ejerciendo antiguas costumbres y en que el devenir de los acontecimientos parece importar poco para una comunidad basada en la agricultura y la ganadería. Lo que logra la cámara del realizador es descentrar la presencia protagonista del anciano en primer término para pasar a la desvirtuación de ese protagonismo humano y captar la poética cadencia de que inunda tanto el pueblo como la pantalla, haciendo que su obra sea una suerte de docuficción contemplativa.
Hasta aquí, uno puede suponer que el filme es una experiencia bella e intensa. Y lo es. Pero atención, pese a tratarse de un tratado fascinante sobre la vida y la naturaleza, puede crispar a más de uno que desconozca que es lo que va a ver. La cinta no contiene ni una sola línea de diálogo, no hay presencia de actores y la banda sonora brilla por su ausencia. Le quattro volte es una pieza insólita, precisamente meritoria por la desnudez de sus cimientos y por el atrevimiento de su puesta en escena, por lo que se advierte aquí que no es plato de degustación popular. Está concebida para un público que no llega al cine y prueba suerte escogiendo película. De lo contrario, la indiferencia de quien no esté preparado para una cinta de estos parámetros puede llegar al tedio más absoluto.