Solo cuando se atreve a desprenderse de la ajada piel artística que habita, puede atisbarse en Pedro Almodóvar a un tipo de talento e inquietudes apreciables.
Puede que La piel que habito sea lo mejor que ha realizado Pedro Almodóvar desde Todo sobre mi madre (1999). O, hablando con franqueza, que sea su película más soportable desde entonces.
Hemos de advertirlo: esta no será una crítica tipo sobre el cineasta manchego; una de esas críticas en las que lugares comunes serviles y palabrería vacua desembocan en laudos tan increíbles por ditirámbicos como, citamos literalmente, "obra maestra que filma lo infilmable desde la serenidad de quien tiene poco que perder" o "nos hallamos ante el Vértigo de su autor".
Aun más: por si acaso el lector que esperaba respaldo para su entusiasmo gregario por Almodóvar quiere dejar de leer aquí, digamos ya que este señor nos parece un bluff. Un exponente palmario de falso prestigio cultural, a la medida de cierto paisanaje social e ideológico obsesionado en los últimos treinta años con abrirse un hueco en ámbitos tradicionales refractarios a sus florituras y mixtificaciones, quizás porque estas no logran camuflar casi nunca lo endeble de sus argumentos intelectuales.
Y si La piel que habito llega a ser una película digna, es justo porque su autor renuncia a parte del habitual repertorio de mohínes, pretensiones y simples bobadas (señas autorales, dirán algunos) que han convertido su cine en insufrible. Durante los primeros minutos de metraje, La piel que habito, basada en una inquietante novela de Thierry Jonquet publicada en castellano años ha por la editorial Júcar, es simplemente un esforzado, lacónico thriller acerca de un cirujano plástico (interpretado por Antonio Banderas) que experimenta sobre una paciente retenida contra su voluntad (Elena Anaya) terapias de regeneración epitelial.
Un thriller que nos remite al noir mórbido con el que ya coquetease Almodóvar en Matador (1986), Átame (1990), Carne trémula (1997) o Los abrazos rotos (2009), así como a sus obsesiones con la posesión sexual, la creación y la muerte y con la oposición entre lo masculino y lo femenino. Un thriller que se ha emparentado con Franju, Hitchcock o Lang, aunque poco haya en sus imágenes de la fascinación que despiertan en el espectador esos presuntos modelos o el torture porn, que bien podría contar también como influencia.
Lo que queda en cambio bien a la vista es la aspereza de la dirección y el montaje, lo tosco de la situación planteada y ciertos diálogos, y la explicitud sonrojante con que se manejan los referentes artísticos; no falta en los créditos finales un listado completo de los mismos, suponemos que para dejar claro al crítico a qué ha aspirado la película y qué ha de escribirse sobre la misma.
En cualquier caso, son defectos secundarios de Almodóvar, tan familiares como asumibles, que no impiden encontrar interesante La piel que habito. Hasta que hace acto de aparición un personaje carnavalesco (Roberto Álamo) que precipita la película por idéntica senda, la de la mascarada histriónica tan cara al cineasta, cuanto más retorcida menos sugerente.
Escenas risibles o innecesarias, descontrol de los personajes y sus motivaciones, concesiones a la parroquia, patochadas melodramáticas con nulo impacto emocional, saltos temporales y monólogos explicativos de rotunda impericia... Aspectos que van minando La piel que habito hasta dejarla convertida en poco menos que nada. O, mejor dicho, en lo de siempre, tratándose de Almodóvar.
Hay un momento elocuente en La piel que habito: alguien afirma que, a la hora de practicar yoga, no es lo mismo la perfección de las posturas que la profundidad espiritual que puedan albergar. La última película de Almodóvar no es ni mucho menos perfecta, pero no duda en ofrecernos todo tipo de posturas, que muchos tenderán a confundir de nuevo con virtuosismo y hondura. Cuando solo al desprenderse de la piel ajada que habita con complacencia, uno atisba en Almodóvar a un tipo con cierto talento e inquietudes. El resto del tiempo, es un prisionero de sí mismo.