Si entre las décadas de los 40 y los 50 Alfred Charles Kinsey (Liam Nesson) revolucionó la sexualidad con su perspectiva científica, sacando a relucir todo aquello que estaba en la oscuridad de la moral con sus estudios minuciosos, medio siglo después la evolución no parece proporcional al tiempo transcurrido y sus conclusiones siguen pareciendo igualmente sorprendentes.
Particularmente llamativos en el contraste con su sociedad, la de unos EEUU en donde últimamente un gobierno republicano ha llevado a otro nivel el empacho de puritanismo y se aprecia como se sigue predicando con la hipocresía para ciertas cuestiones que con molesta contundencia Kinsey naturalizaba.
En ese sentido, una biografía que muestra la difícil relación establecida entre moralidad y sexualidad y cómo los extremos son paradójicamente igual de antinaturales, podía irse fácilmente por la moralina del buen fin en que todo se justifica con un desenlace aleccionador sobre los errores cometidos. Pese a ello, Bill Condon (repitiendo como director y guionista como en Dioses y Monstruos; en Chicago sólo se ocupó del texto) ha realizado una meritoria disección de la vida de Kinsey en que se trata con rigor y credibilidad el personaje, y el mensaje se deduce sin maniqueísmo por los hechos, libre de una mano tendenciosa. En una mezcla de su pasado y presente, que en mayor o menor medida juega un papel importante en cada uno de los sujetos entrevistados (entre ellos su padre -John Lithgow-, un severo predicador metodista) se expone así la sexualidad como un factor determinante que puede dejar una marca injusta en las personas. Eso no significa que se lance sólo a descubrir las maldades de la represión y los tabúes, si no que indirectamente y contra la frialdad científica, demuestra que lejos de los animales también hay algo más allá de la carne.
Al desmenuzar conductas sexuales, parafilias y las que podrían aparentar ser grandes rarezas, Kinsey ejercita su experiencia de entomólogo en que ya había descubierto la singularidad de un tipo concreto de himenópteros de los que no había encontrado dos de ellos iguales. Esas revelaciones van surgiendo en mitad del clasicismo que el rodaje marca con pulcritud, y hacen de la cinta una extensión del valor de sus libros en donde el tildado de “bomba atómica” que fue su primer libro (La conducta sexual del hombre, 1948) le dio tanto reconocimiento como le mancilló el segundo (La conducta sexual de la mujer, de 1953 y en dónde América se reveló a que le dijeran que sus madres, mujeres e hijas estaban exentas de inocencia).
Además de lo que tiene de educativo por su obra, si esta sirvió para entender más la complejidad de la sexualidad y la forma de encararla, aquí la refuerza al ayudar a comprender al propio Kinsey entre el biopic y el documental riguroso. Para hacerlo engloba algo más que la sexualidad: da de lleno en las relaciones humanas y tiene mucho que enseñar a públicos muy diferentes con ideas totalmente contrarias. Y como apunte final, si se justificaba el fracaso de la plúmbea Alejandro Magno en la taquilla americana por sus besos homosexuales, aquí en una crudeza que nunca pierde el tacto, los deja en carantoñas preescolares.