En los tiempos que corren, en la distancia que para muchos existe entre el hombre y la mujer y cuyas aproximaciones se hacen más bien a trompicones –limitando a la mayoría bien a encontrar valor etílico en institucionalizado alcoholismo de fin de semana, bien en la constancia obligada de las relaciones laborales, o en otros modos de encuentro accidentales– la existencia de un “doctor Amor” que sepa tender puentes de uno a otro bando haciendo uso de sus conocimientos del método, se revela como una idea entre lo interesante y lo fantástico.
A la verosimilitud del personaje le apoya un conjunto de ideas relativamente bien trabajadas de lo que puede funcionar y lo que no, que viene a ser un recopilatorio de comportamientos tan habitualmente asumido, como de un conocimiento habitualmente infructuoso. Así, Alex Hitchens (Will Smith) es capaz de reflejar todo aquello que de alguna forma los varones saben que falla, y de proveer soluciones al respecto de forma cómplice y amena. Hasta ahí la labor del debutante Kevin Bisch en la redacción del guión, por más que evidentemente busca la simpatía efectista del superpoderoso del ligue, ha sabido captar la atención en un tema tan antiguo como vigente y en el que pone todo en buenas dosis. La comedia romántica que Will Smith deseaba protagonizar desde años ha, encuentra pues una excusa perfecta y un añadido argumental que sirve como escasa novedad en un género donde prácticamente están descartadas.
Luego, el encuentro con Eva Mendes, actriz que ha cobrado una relevancia extraña cuando tiene méritos para convertirse en un medidor de mal cine (2 Fast 2 furious, El Mexicano, Pegado a Ti, a pesar de haberse iniciado en breve papel en Training Day) promete que todo se va a venir abajo de forma anticipada por colocar a la chica despampanante como brillante lumbreras del periodismo ejerciendo de mujer independiente y resolutiva. Pero aguanta. El encuentro a trompicones con Smith, empieza haciéndola estomagante pero no la hace insoportable hasta el tramo final, y ahí es donde sencillamente todo termina por reventar en una densa sobredosis de azucar intratable.
Probablemente porque había pocas más intenciones o cosas que decir, o porque era preferible plegarse a los mandatos de la producción, del ideario de lo que debe y no debe ser un final de comedia romántica (en dónde sólo los amagos de cambio están admitidos), el desenlace que se prolonga hasta la extenuación es una amenaza a los estómagos del respetable, y un insulto a su inteligencia. Arrinconando la producción en la perecedera categoría del entretenimiento de público de fin de semana a la caza de la risa fácil (y efímera) la prolongación no puede ser más rastrera en la caza del happy end, de las buenas intenciones, la pureza del corazón y el alma del amor edulcorado. Tan mal medido en tiempo como en carga cursilera, baja la nota de un producto que podía haber llegado fácilmente a la dignidad de lo mediocre, de lo varias veces visto con algún aliciente, y hacerse merecedora de unas cuantas risas sanas en nombre del ridículo. Por lo demás, con algo de resistencia y estómago no es difícil sanar de sus heridas: el olvido actua rápido aplacando tanta estulticia romanticoide, y todo quedará dispuesto entonces para la siguiente candidata. Que antes o después llega.