Todos los enteros ganados pierden fuerza para resolverse de manera sobreexplicada.
El cine español que mayor proyección internacional tiene resulta ser un saludable cine de género que plantea dramas de suspense y terror, logrando incluso en muchos casos la eliminación de fronteras en cuanto a la producción. Juan Carlos Fresnadillo se apunta con Intruders, su tercer filme, a la moda del cine español exportable muy en la línea de Jaume Balagueró, Juan Antonio Bayona o incluso, Guillermo del Toro, planteándonos una historia que se centra en Juan y Mia, dos niños que viven en países diferentes, España e Inglaterra. Cada noche reciben la visita de un intruso sin rostro que parece querer acecharles para robarles la vida.
Desde la primera e impecable secuencia, Fresnadillo crea una atmósfera intensa y enfermiza que prepara al espectador en un viaje que se antoja inesperado, lo cual no necesariamente tiene porque ser algo bueno. Con claras referencias a estandartes del cine clásico de suspense (tanto la excelente banda sonora de Roque Baños como el nombre de la hija que vierte sus miedos en un barrio londinense remiten directamente a La semilla del diablo), la capacidad de sorpresa utilizada como baza de juego supone una apuesta que juega en contra de la propia obra.
Mediante de la deconstrucción de una curiosa historia, a la par que sugestiva, Fresnadillo plantea una anécdota para reflexionar sobre la herencia de los miedos infantiles a través de tres generaciones y sobre la fisicalización de los terrores en la vida cotidiana adulta. Su ingenio demuestra, una vez más, gran elegancia moviendo la cámara y sabiendo jugar a mostrar lo absolutamente necesario para un desarrollo pausado, aunque feroz, de sus líneas argumentales.
Si bien se trata de una historia narrada a dos tiempos con una perfecta estructura, sucede lo inevitable. A través de la concatenación de dos mundos propios que corren supuestamente paralelos, la trama española resulta, salvo su prólogo inicial, muy inferior en comparación con su hermana inglesa (atención a Daniel Brühl en el que quizás sea el rol más inverosímil de toda su carrera), siendo ésta la que verdaderamente sabe exprimir una mínima idea para tornarla sólido relato y la que sabe filmar a unos actores en estado de gracia (sólo hay que ver a Clive Owen y Ella Purnell).
Sin embargo, es el mismo desarrollo argumental que alcanza su colapso por proponer una tensión que sube niveles correlativamente a su avance hasta que, en menos de una hora de metraje, se puede resolver el enigma planteado. A partir de ese momento, todos los enteros ganados pierden fuerza para resolverse de manera sobreexplicada. Podemos decir que Intruders es, básicamente, un ejercicio de estilo, excelente en forma aunque débil en su fondo, pero permanece en el ideario del espectador por manejar con sensibilidad y suspense algo perfectamente identificable por todos, adoptando las veces de un bello e inquietante cuentacuentos.