La sensación de estar ante una comedia involuntaria no tarda en asaltarnos,
Más de una década ha pasado desde que el nombre de Juanma Bajo Ulloa apareciera ligado al proyecto de adaptar las aventuras del Capitán Trueno al celuloide. Desde entonces otros directores han ido probando suerte –Alejandro Toledo, Daniel Calparsoro–, para finalmente recaer la tarea en Antonio Hernández, realizador funcional con un excelente título en su haber (En la ciudad sin límites, 2002), pero asimismo producciones fallidas como Los Borgia (2006) y abundantes productos televisivos menores.
Parecía lógico que en esta época, pródiga en adaptaciones de personajes del cómic, se materializara por fin la traslación al séptimo arte de la creación de Víctor Mora, autor que regaló a los jóvenes lectores españoles de varias décadas –principalmente los años 60 y 70– un icono del tebeo patrio que ha ido perviviendo con altibajos hasta la actualidad. Sin embargo, nos hallamos ante una película claramente deficiente y que flaco favor le hace al personaje protagonista, tanto a los nostálgicos ojos de los espectadores más maduros como ante el público que se exponga por vez primera a sus peripecias.
Entrando en detalles, fallan estrepitosamente los pilares básicos de cualquier filme. En primer lugar, el guión de Pau Vergara apenas cuenta con algún acierto, tambaleándose entre situaciones absurdas y sin explicación verosímil, unos diálogos irrisorios que torpedean el ritmo –llenos de expresiones que pretenden homenajear a aquellas que se podían encontrar en los tebeos originales, pero ridículas en la actualidad– y ciertos detalles sobrenaturales que hunden definitivamente la resolución de la historia. La sensación de estar ante una comedia involuntaria no tarda en asaltarnos, y permanece hasta los títulos de crédito finales.
Por su parte, la dirección de actores supuestamente acometida por Antonio Hernández ha brillado por su ausencia. Ya sin entrar en la idoneidad para el papel principal de Sergio Peris-Mencheta o en la elección de nombres no profesionales (Manuel Martínez como Goliat), cuesta encontrar en alguno de los intérpretes un punto medio entre la sobreactuación y la inexpresividad. Basta con estudiar el trabajo de Gary Piquer o Ramón Langa, respectivamente, para ejemplificar este punto. Además, es sangrante la desgana con que la práctica totalidad del reparto parece haber asumido su labor.
La realización no contribuye a olvidarnos de los errores arriba apuntados. Se quiere conseguir la espectacularidad de productos americanos similares, pero las secuencias de acción están torpemente rodadas y hallamos numerosas pifias narrativas que de nuevo dejan entrever la precipitación con que se ha encarado este rodaje. Privada de un presupuesto mayor o de una adecuada pericia técnica de sus responsables, estamos obviamente ante una cinta esperpéntica, ridícula y desoladora, donde ni siquiera se puede halagar esos aspectos –vestuario, decorados, fotografía, música, efectos especiales– a los que se suele recurrir para maquillar ligeramente el patético resultado final de otras cintas de aventuras.
Nos encontramos, pues, ante un gran despropósito del cine español actual. Tras más de una década de esfuerzos por saltar a la pantalla grande, el personaje de Víctor Mora se merecía algo más que una película tan grotesca y cutre.