"El secreto del Unicornio" aspira a conformarse como lo que debiera haber sido "El Reino de la Calavera de Cristal": la oportunidad para que uno de los directores más dotados de la historia del cine a la hora de procurar escapismo al espectador, se reinvente a sí mismo; ejerza como vanguardia de lo que haya de brindarnos el cine palomitero en el futuro, como hiciese en 1981 con "En busca del Arca Perdida" y en 1993 con "Parque Jurásico".
Hace apenas unos días, Steven Spielberg echaba de nuevo balones fuera en relación con Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008). Esta vez, a cuenta de los alienígenas presentes en el film: “Eso se le ocurrió a George [Lucas], productor al fin y al cabo de la saga Indiana… y amigo mío. Asumo mi parte de culpa en el hecho de que La Calavera de Cristal decepcionase a muchos, en tanto fui director de esa y las tres aventuras previas de Indy. Pero si George ha querido imponer en alguna de ellas la idea que sea, aunque a mí me disgustase no me he sentido autorizado a discutírsela; me niego a romper por temas así mi relación con él y, además, con la franquicia Star Wars ha demostrado saber de sobra lo que le gusta al público”.
Esta y anteriores declaraciones han dejado meridianamente claro a quien haya querido escucharlo que El Reino de la Calavera de Cristal fue un fracaso hasta para Spielberg. Si no económico, sí artístico.
La cuarta película del mítico arqueólogo supuso sobre el papel la posibilidad de revalidar en el siglo XXI la concepción de la aventura, el gran espectáculo y el impacto mediático que el propio Spielberg forjó con Tiburón (1975), Encuentros en la Tercera Fase (1977), En busca del Arca Perdida (1981) y E.T. (1982), y que fue mutando —a través de El Templo Maldito, La Última Cruzada, las dos primeras entregas de Parque Jurásico y otros muchos títulos auspiciados por él y otros magnates de La Meca del Cine— hasta hacer del blockbuster lo que es hoy.
Pero todo se truncó por el talante perezoso, autocomplaciente y timorato que caracterizó a El Reino de la Calavera de Cristal. Como remarcase hace unas semanas Super 8, las constantes pioneras del cine comercial de hace treinta años se han exacerbado y deformado hasta tal punto —véase la franquicia Transformers, que tiene como productor ejecutivo… a Spielberg—, que tratar de reverdecer lo conseguido por entonces con trucos y tics sin refinar, sin actualizar, solo ha desembocado en la percepción de un artificio irritante donde una vez distinguimos auténtica magia.
Spielberg ha aprendido la lección, a tenor de lo visto en Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio. Una película que aspira a conformarse como lo que debiera haber sido El Reino de la Calavera de Cristal: la oportunidad de que uno de los directores más dotados de la historia del cine a la hora de procurar escapismo al espectador, se reinvente a sí mismo; ejerza como vanguardia de lo que haya de brindarnos el cine palomitero en el futuro, como hiciese en 1981 con En busca del Arca Perdida y en 1993 con Parque Jurásico.
Y es que ya escribió José María Latorre hace tiempo que, si algo singulariza a Spielberg como director, es su obstinación: a la hora de estirar más allá de cualquier límite las escenas de acción, de vendernos que también vale la pena como cineasta serio y comprometido, de reivindicar una y otra vez en las taquillas el sobrenombre de Rey Midas de Hollywood que se ganó en los ochenta, o de llevar a la gran pantalla a Tintín, personaje del guionista y dibujante Hergé que descubrió leyendo críticas francesas de En busca del Arca Perdida en las que se le mentaba, y del que quedó prendado.
Spielberg compró la opción cinematográfica sobre el periodista Tintín y su fiel perro Milú; llegó a tratar personalmente con Hergé una posible película antes de que el creador belga muriese en 1983; perdió los derechos; volvió a recuperarlos y, finalmente en 2011, con un colaborador menos lobotomizado que George Lucas, el director de la trilogía El Señor de los Anillos y la nueva King Kong Peter Jackson, ha logrado adaptar al cine un álbum de Tintín: El secreto del Unicornio, publicado por primera vez en 1943. Aunque los guionistas Steve Moffat, Edgar Wright y Joe Cornish hayan recurrido además en menor medida, a fin de justificar la presencia co-protagónica del borrachín Capitán Haddock y dar más cuerpo a la búsqueda por parte de Tintín y él de tres pistas que les conducirán a un gran tesoro en pugna con el siniestro coleccionista Sakharine, a otros títulos de Hergé. En especial, El cangrejo de las pinzas de oro (1941) y la secuela de El secreto del Unicornio, El tesoro de Rackham el Rojo (1944).
Para aprehender la naturaleza de Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio, es obligado prestar atención a sus títulos de crédito iniciales y al encuentro inmediato de Tintín con un artista callejero sospechosamente parecido a su creador; minutos empeñados en establecer una correlación estética fructífera entre la línea clara de Hergé y los trazos hiperbólicos de Spielberg.
El dibujante belga y el cineasta norteamericano han compartido el ser boy scouts; niños grandes ansiosos por reeditar con sus respectivas armas expresivas el sentido de la aventura que amenizó sus infancias. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre hallar la inspiración en un mundo real y convulso como el que habitó Hergé y un espacio tan limitado como el de una plancha de dibujo, y hacerlo en el seno de una cultura popular saturada, despojada de significados, demasiado autoconsciente, y con todas las herramientas audiovisuales que el dinero puede comprar.
Quien escriba que en El secreto del Unicornio el espíritu de Hergé ha sobrevivido a las manipulaciones de Spielberg y Jackson, solo estará delatando no haber leído los álbumes originales; una posterior batalla de grúas entre Haddock y Sakharine nos remite de hecho a Pato Donald y la excavadora, clásica y genial peripecia caricaturesca de Donald que crease el historietista Carl Barks para Disney. La alienación y desmesura que manifiesta la película, su desconfianza en los caracteres y sus idas y venidas —cuyo sentido explicitan torpemente los diálogos— es evidenciada por una planificación que abandona los rostros a perspectivas forzadas y las sombras, al objeto de camuflar su inexpresividad visual y dramática.
En la tetralogía sobre Indiana Jones, aún latía la ambición de que arquetipos gastados deviniesen personajes con renovado carisma. En Parque Jurásico, los dinosaurios habían de parecer reales. En El secreto del Unicornio, la magia no está en lo que les sucede a unos espectrales Tintín y Milú, ni en unos rasgos identificativos trabajados que propicien nuestra inmersión en su universo. Signo de nuestros tiempos, la magia hay que rastrearla en los guiños, las situaciones similares a atracciones, y la sucesión epatante de encuadres y reflejos quiméricos, efectos tridimensionales inéditos, escenarios licuados a golpe de encadenados digitales…
La aventura en Las aventuras de Tintín no está en la pantalla. Sino en los esfuerzos entusiastas de Spielberg por transformar una gran inversión en las imágenes sintéticas más apabullantes que jamás se hayan visto, y en que estas imágenes establezcan la sinergia adecuada con el videojuego, el parque temático, las tazas y los peluches sobre Tintín de los que disfrutaremos antes o después. “La imagen se ha convertido en la forma final de deificación de la mercancía” (Guy Debord).
Al respecto, nos parece sintomática la persecución en las calles de la ciudad marroquí de Bagghar, filmada en un único plano secuencia imposible que delata con su deslumbrante virtuosismo las limitaciones de Robert Zemeckis (Beowulf, Cuento de Navidad) y James Cameron (Avatar) a la hora de reconvertirse a lo virtual. Una persecución que quizás es ya historia del cine —o del postcine, como escribiría Jordi Costa—, y que es una puesta al día de la que enfrentaba en En busca del Arca Perdida a un Indy solitario a caballo contra todo un convoy nazi.
Solo que aquella estaba edificada sobre el amor al cine. Mientras que la de Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio, en su afán programático y estético globalizador, que ora se remite al cine mudo ora a los videojuegos, se sitúa en “la lógica cultural del capitalismo tardío” enunciada por Fredric Jameson; en el alba de “nuevos tipos de textos imbuidos de las formas, categorías y contenidos de la industria cultural”.
¿Hay en ellos magia, o no? Eso deberían responderlo los chavales para los que tales textos son susceptibles de ocultar una maravillosa incógnita, las claves de su propio tiempo; y no quienes por edad, cansancio, miedo, recelo, incomprensión, solo atinamos a leerlos de la última página a la primera. Hacia atrás. Como hicieron Lucas y Spielberg en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal.