Lástima que, de todas las puertas abiertas por la interesante historia, Eva transite en sus minutos finales por la más convencional.
Algo deben estar haciendo bien, muy bien, en la ESCAC, la Escuela de Cine de Barcelona para que en el último lustro hayamos tenido cada año una película de relevancia en las carteleras fruto de la dirección de alguno de sus alumnos y de la estrategia de producción elaborada a través de la productora asociada, Escándalo Films.
En esta ocasión, el último en salir de esta Masía del cine es Kike Maíllo, que presentó en la inauguración del Festival de Sitges su ópera prima, Eva. En lugar del film de suspense al que nos habían acostumbrado los precedentes J.A. Bayona (El orfanato, 2007) y Guillem Morales (Los ojos de Julia, 2010), Eva es un cuento de ciencia-ficción firmado por cuatro guionistas entre los que llama la atención el nombre de Sergi Belbel, uno de los más reputados dramaturgos de la escena nacional, sin desmerecer a los experimentados Cristina Clemente, Martí Roca y Aintza Serra.
Eva narra el regreso de un experto en inteligencia artificial (Daniel Brühl) a su ciudad y universidad de origen tras varios años de ausencia al que se le encarga el diseño del mapa emocional de un androide de última generación. El regreso no es sólo profesional para el protagonista, sino también emotivo, ya que deberá enfrentarse a los sentimientos hacia su antigua compañera (Marta Etura) ahora pareja de su hermano (Alberto Amman). La búsqueda de un modelo humano que marque el caracter especial con que el protagonista quiere dotar al androide le lleva a conocer a Eva, una niña inteligente y singular con la que empezará a trabajar en su estudio.
Trazado con habilidad en el guión el triángulo de emociones e intereses que provocan el conflicto y desarrollo de la trama, la estupenda realización de Maíllo se ve apoyada por una solvente producción que cuenta con dos notables aciertos: la elección de una ciudad suiza completamente nevada para situar la acción, lo que proporciona un aura de aislamiento y estética muy adecuada para los propósitos futuristas de la trama y un asombroso diseño de efectos especiales que concibe las emociones humanas como estructuras cristalinas moldeables por el protagonista para encajar en la mente del androide.
Asimismo, el haber integrado los elementos de ciencia-ficción en un ambiente de finales del siglo XX, huyendo de la dirección de arte con escenarios fríos y decoración minimalista al que nos tiene acostumbrados el género, aporta un plus de credibilidad a la historia contada, que se aleja del problema tecnológico de la robótica para centrarse en el emocional, es decir, en el patrón de comportamiento que ha de seguir la inteligencia artificial para conseguir interacturar de manera eficiente con los humanos.
Lástima que, de todas las puertas abiertas por la interesante historia, Eva transite en sus minutos finales por la más convencional: la resolución de un problema amoroso que resulta predecible y cuyos fundamentos ya hemos visto en otras ocasiones. Sin embargo, los caminos por los que transita durante su metraje son muy interesantes y están narrados con solvencia e interés, aprovechando el buen trabajo de sus actores, en especial el del ya imprescindible Lluís Homar.