El argumento de "Asesinos de elite" es más sofisticado de lo habitual en las cintas protagonizadas por Jason Statham, y se desarrolla con cierto respeto hacia el espectador y los propios personajes.
Estábamos a punto de perder la esperanza en Jason Statham. Ser el único action hero del siglo XXI con verdadero carisma ha hecho de él una figura omnipresente en el género. Como consecuencia, una figura cada vez más estatuaria película a película. Títulos recientes como Los mercenarios, The mechanic y Blitz así lo manifiestan.
Asesinos de Elite nos devuelve momentáneamente la fe en él. Se basa en un best-seller escrito en 1991 por Ranulph Fiennes que, a su vez, narraba presuntos y polémicos hechos reales acontecidos durante los años ochenta: una organización secreta formada por ex-miembros del ejército británico, un grupo de mercenarios que empieza a asesinarlos por orden de un vengativo caudillo árabe...
La película no deja de ser un producto al servicio de Statham y, en este aspecto, conviene prestar atención a momentos tan antológicos como la pelea a tres bandas ¡con él atado a una silla! Pero el argumento es más sofisticado de lo habitual en las cintas protagonizadas por el actor británico, y se desarrolla con cierto respeto por el público y hasta por los propios personajes, hacia los que el espectador llega a sentir empatía. Contribuyen a ello otros intérpretes con tanta presencia como Robert De Niro, Clive Owen y Dominic Purcell.
Además, a través de su alambicada historia, Asesinos de Elite recupera un tipo de cine que hizo fortuna hace tres décadas al socaire de la convulsa situación sociopolítica de entonces —crisis petrolífera, movimientos de independencia indígena, descolonización— y que reflejaron películas sobre soldados de fortuna y militares desubicados como Patos salvajes (1978) y Los perros de la guerra (1981).
La confluencia de aquel subgénero coyuntural, no falto de ciertas aristas críticas, y el adrenalítico y casi abstracto que representa hoy Statham, es lo más interesante de Asesinos de Elite. Por mucho que ni el guionista Matt Sherring ni el director Gary McKendry, ambos con muy poca experiencia a sus espaldas, sepan dotar a la combinación de una eficacia sino epidérmica y fugaz.
En este sentido, la fotografía de Simon Duggan y el diseño de producción de Michelle McGahey son mucho más competentes a la hora de hacernos creer que nos hallamos en la época y los varios países donde se supone transcurre la acción.