Esa mañana, antes de sentarse a continuar escribiendo, su pareja le había dicho que ya habían ingresado el anticipo del libro. Como era costumbre, calculó mentalmente cuánto tiempo podría estar sin hacer nada con el dinero que tenía en ese momento. Estaba de suerte, quizá un año y medio, nunca había logrado tanta holgura. Su proyecto vital era poder vivir de las rentas, pero nunca lo había conseguido.
Ojeó el periódico mientras tomaba un café, sentado ya en su mesa de trabajo. Desde la atalaya de su edad, leía las noticias con la curiosidad de un entomólogo. Una vez más, se sorprendía del afán con el que unos muchos intentaban que unos pocos hiciesen lo que ellos pedían. Se asombraba de que esos muchos creyesen que el futuro estaba en sus manos, y no en las de quiénes se habían apoderado de su futuro. Y recordó, una vez más, que no hace muchos años, tras una guerra, bastó anular el valor de la moneda legal para convertir en indigentes a los que profesaban una ideología contraria.
¿Cómo era la frase que escribió? Ah, sí. "En España no sólo funcionan mal los que mandan, sino también los que obedecen."
Se levantó para ir al baño, como de costumbre tras el desayuno, y el espejo le devolvió su cara panocha de siempre, pero con la piel ya absolutamente fláccida por los años y el alcohol. Sentado en el retrete, le parecía increíble que él se pudiera a haber dedicado al cine con su aspecto. Y mucho más cuando él, íntimamente, ni siquiera quería haber sido actor, sino sólamente Clark Gable. En el oficio de actor, el éxito o el fracaso siempre venían acompañados de la casualidad. La mejor prueba era que todos apuntaban que uno de sus mejores interpretaciones era la que había realizado en una película cuyo guión no había entendido en absoluto.
El había querido ser Clark Gable y gozar de mil mujeres e inexplicablemente se había convertido en un académico de la lengua con fama de maleducado. ¿Cómo podía haber tanta diferencia entre lo que había pretendido y lo que había conseguido? Aún recordaba la enigmática frase que aquella mujer bellísima con la que compartió unas pocas noches , muy pocas: “A ti no se te puede destruir, Fernando. Tú ya estás destruido.”
Querría haber utilizado esa frase en uno de sus guiones o novelas, pero era tan literaria que incluso resultaría forzada en un diálogo de cine, a pesar de ser real.
Tras más de cuarenta años de oficio, no le parecía que el cine fuese exactamente un arte. Un vehículo de expresión, sí, pero un arte... un arte, no. Un arte es otra cosa, lo que nace de la intimidad del pintor ante el lienzo; la intensidad del escritor agazapado sobre la cuartilla, la concentración del compositor con los dedos palpitando sobre las teclas... bastaba estar presente en un rodaje para comprobar que ese desorden de personas y objetos era difícil que pudiese calificarse como arte.
Se sentó nuevamente en su mesa, frente al texto que estaba elaborando. Pensaba que trabajar era un castigo divino impuesto sobre los hombres y aún no levantado. Le provocaba placer sentarse a trabajar, a escribir, pero el mayor placer llegaba cuando daba por concluida la tarea. En ese juego del tránsito del placer menor al mayor había encontrado el mecanismo para poder continuar su labor a diario y cumplir los plazos.
Luego se tumbaría en el sofá con un güisqui y ojearía algún guión. Esa noche entregaban los premios Goya, pero terminan siempre tardísimo, no iría. Emma le contaría al día siguiente qué ha pasado con su película.
Esta semana se han cumplido 4 años del fallecimiento de Fernando Fernán-Gómez.