Adapta aceptando su condición de teatro filmado, pero no por ello renunciando a un dinamismo muy hábil.
Que un cineasta veterano siga dando señales de encontrarse en buena forma más de cincuenta años después de su debut, y que incluso llegue a encadenar un par de títulos destacables sobre la mediocridad reinante en las carteleras –El escritor (2010), y ahora este que aquí nos ocupa– es un hecho poco habitual, y obviamente loable. Así pues, adelantamos ya que este nuevo título de Roman Polanski vale mucho la pena.
La agresión física llevada a cabo por un adolescente sobre otro, compañero de clase suyo para más señas, provocará que los padres de ambos chicos se reúnan en la vivienda de una de las parejas para aclarar los hechos qune ha terminado con uno de ellos bastante magullado. Tras una fase de disculpas y de cortesía que se antoja algo antinatural, las frases cordiales irán dando paso a revelaciones donde ya no cabe la broma o el comentario jocoso, y la tensión irá en aumento según la reunión se vaya alargando.
Escrita al alimón entre el propio Polanski y Yasmina Reza, Un dios salvaje adapta la pieza teatral de esta dramaturga francesa, y lo hace aceptando su condición de teatro filmado, pero no por ello renunciando a un dinamismo muy hábil, logrando en buena parte del metraje que olvidemos los orígenes de la historia. El realizador se emplea a fondo para medir bien cada plano y planificar todas y cada una de las escenas con enfermizo perfeccionismo, imprimiendo además un ritmo narrativo agotador que en apenas ochenta minutos de proyección deja el regusto de haber asistido a una cinta del doble de esa duración.
Una de las claves del éxito de esta película radica en su guión, un mecanismo de relojería que contiene un sinfín de frases memorables que se van sucediendo sin descanso por boca de los cuatro protagonistas. Pero hay más: el fondo del film se basa en un ensañamiento con esas clases burguesas acomodadas que muestran una cara en público, pero que bajo la superficie esconden unos instintos primarios y primitivos que en determinadas circunstancias surgen irremediablemente, como un torrente. Pues bien, en Un dios salvaje se dan esas circunstancias para que veamos aparecer la cara más ruin de sus personajes.
Así pues, la moral y las buenas costumbres saltan por los aires y dejan vía libre para que las contradicciones de cada persona campen a sus anchas, convirtiendo este encuentro en principio tan anodino en una carnicería verbal donde todos hieren y salen heridos en algún momento, sin respetarse alianzas –un matrimonio arremete contra el otro, pero también hay enfrentamiento entre géneros, y hasta dentro de las mismas parejas– ni renunciando a utilizar técnicas sucias.
Si los personajes están perfectamente dibujados –mejor no desvelar nada más de cada uno de ellos, para que cada espectador disfrute más de su visionado–, los actores que asumen la responsabilidad de darles vida saben estar a la altura de lo requerido. Dos grandes féminas como Kate Winslet y Jodie Foster bordan sus papeles, ofreciéndonos registros no demasiado habituales en otros títulos donde las hemos visto. Por su parte, dos secundarios de lujo como suelen ser Christoph Waltz y John C. Reilly pasan a primera línea de combate, luciéndose en cada una de sus intervenciones, y moviendo a la sonrisa y a la reflexión a partes iguales.
Brillante en su realización, en la historia y en la encarnación de sus afilados diálogos, estamos pues ante un título que sabe sacar el máximo provecho de sus limitaciones autoimpuestas –el corsé teatral del escenario único– para dar un buen repaso a las miserias humanas, a la amargura subyacente bajo la máscara de normalidad que utilizamos para ir funcionando en el día a día, así como a las emociones que nos empeñamos en sepultar bajo códigos morales antinaturales pero necesarios, y que acaban traicionando a nuestra verdadera personalidad.
Sólo queda, pues, recomendar esta intensa y malévola comedia negra que da un buen repaso a la hipocresía de las apariencias y nos pone delante un espejo ante el que mirarnos en situaciones sociales como la que aquí se nos plantea. En definitiva, podemos contemplar (y disfrutar de) un viaje sin elipsis hacia lo peor del ser humano.