Basada en un documental sobre otra historia de drogas -esta vez de Dallas a mitad de los años 70- Narc une de nuevo el narcotráfico, una pareja de policías y una muerte oscura para volver a llevarlos a una disección del iter criminis.
Inevitable pues la carga de dureza, obligación para introducirnos en la zona profunda de los yonkis más traperos y que pese a aparecer sólo cuando es necesario -empezando por el potente inicio- marca una trama donde queda claro que esta Detroit está huérfana de Robocop, aquella figura ciber-ortopédica que calzaba perfectamente con las necesidades de una ciudad repleta de miserias sociales. La droga pasa a ser el centro de una lucha que marca la división entre quienes luchan por tenerla y quienes lo hacen por reprimirla, situando en la zona más candente a los policías especializados en narcóticos, obligados a vivir al límite y expuestos a caer en cualquier momento.
Aparece así el personaje de Jason Patric, quien ha sucumbido ya alguna vez víctima de una profesionalidad descontrolada, y que acaba unido al de Ray Liotta -su veterano compañero-, víctima este de una vida personal vacía que le hace entregarse a su trabajo de forma descontrolada.
En su unión en la investigación, se pasean por una fotografía sucia de la profundidad de su trabajo, mientras la acción policial marca un ritmo apropiado con todo tipo de recursos de cámara y acústicos para darle un aspecto moderno -sin llegar a excederse- que mantiene el pulso en la distintas escenas. Todo eso antes de tratar de enrevesar la solución y jugar con el interés en el final, hacer dudar de quién es bueno y quién deja de serlo, y en definitiva convertirla en otra película que hace género sin revolucionarlo.