¿Puede una serie cuyos capítulos comienzan con una muerte hablar de la propia vida? ¿Podemos encontrar más verdad sobre nuestra existencia en una casa funeraria regentada por los hermanos Fisher que en cualquier otro contexto real o ficticio? Antes de dar respuesta a estas cuestiones, sería conveniente comentar con detenimiento el capítulo piloto de la serie A dos metros bajo tierra creada por Alan Ball (guionista ganador del Oscar por American Beauty y creador también de la vampírica True Blood).
Como ya he adelantado, los primeros minutos de cada episodio muestran al espectador la escena de una muerte cualquiera. Puede ser una mala caída en la ducha, un atraco, un suicidio… o incluso una mujer que, aburrida del monotemático discurso de su marido, le golpea con una sartén mientras desayunan. Tras esa muerte arbitraria, que llega sin avisar y de la forma más inesperada, el plano se funde en un intenso color blanco y es entonces cuando obtenemos un nombre y una fecha, como si de una lápida se tratase. El blanco utilizado para representar el final. Y el piloto no es diferente en eso.
Lo que sí llama la atención es que para este primer capítulo elijan dar muerte al patriarca de la familia: Nathaniel Fisher, director de la funeraria “Fisher and Sons”, que fallece cuando su coche fúnebre es arrollado por un autobús momentos después de que su esposa Ruth le haya recriminado que, si continúa fumando, será víctima de una muerte lenta y dolorosa. Una de las tantas situaciones irónicas que encontraremos a lo largo de esta serie caracterizada precisamente por combinar perfectamente el drama con un toque de humor negro.
Será este suceso el que reúna en un día tan emblemático como el de Navidad a toda la familia Fisher: Nate (Peter Krause), hijo primogénito que, harto del ambiente fúnebre y ceremonioso del negocio familiar, se refugiaba en Seattle disfrutando de una vida despreocupada… todo lo contrario que su hermano David (Michael C. Hall, actualmente más conocido por su papel de Dexter), un hombre estricto y autocrítico que decide afrontar la muerte de su padre tomando las riendas del funeral y del que descubriremos en este episodio piloto que tiene un secreto capaz de romper todos los esquemas de su -en apariencia- ordenada vida. Si añadimos a Frances Conroy como la esposa del difunto (una madre insegura y controladora) y a Lauren Ambrose en el papel de Claire, una hija adolescente y problemática que se entera de la muerte de su padre mientras probaba por primera vez el crack, tenemos el cóctel preparado para que el espectador continúe pegado al asiento mientras transcurre el funeral de Nathaniel Fisher entre reencuentros, peleas y revelaciones… porque cuando la muerte es un negocio, la forma de afrontarla cambia drásticamente.
De este modo los personajes tendrán que plantearse cuestiones complicadas e incómodas acerca del sentido de su propia vida que Alan Ball y su equipo de guionistas resuelven con gran maestría, apoyándose en unos diálogos envidiables y en unos personajes imperfectos que aportan sus diferentes vivencias y puntos de vista sin que ninguno sea más válido que otro. En la que fuera la primera ficción dramática de la HBO, las preguntas planteadas en el inicio de la crítica se resuelven con un contundente “sí” tras visionar los bellos y evocadores minutos finales del capítulo piloto. Y es que con la muerte como telón de fondo, cada episodio es una lección de vida.