Llevaba ya un tiempo en que además de hacer promesas nos convencía de que las cumpliría. Killzone llega a las tiendas como uno de esos escasos elegidos en que no hay margen para el error ni para la decepción, y todo lo que se diga de él es redundante: estamos ante un auténtico Must Have.
Juzgar a Killzone como a un producto normal, tendría algo de injusto para muchos otros títulos del género. Concebido como carta de presentación del potencial de Playstation 3, la polémica de su adulterada presentación no ha hecho sino aumentar el interés en un nombre que antes había hecho las cosas muy bien en la segunda consola de Sony. Su gestación ha llevado el suficiente número de años y ha cobrado tanta repercusión que entra en una categoría diferente: la de aquellos desarrollos privilegiados por su importancia, los que hechos para ser fenómenos de ventas recibían todos los cuidados necesarios... y muchos más. A esa categoría pertenecen fenómenos aislados como Gran Turismo, los Grand Theft Auto cuando hacen verdaderos cambios y unos pocos más. Con ellos no se trata tanto de explotar una saga, como de ofrecer algo a lo que quepa hacer pocos reproches. Pues bien, a Killzone no nos atrevemos a hacerle ni uno.
De película. En el mejor de los sentidos
Entrar en Killzone supone desde su primera secuencia atender a uno de los mejores argumentos que pueden hacerse a favor del videojuego espectáculo. Cualquier crítico se debate siempre entre dos tendencias, la diversión, el show. Generalmente, y con el paso de los años uno tiende hacia la diversión, encuentra las exhibiciones como algo llamativo de poca profundidad y sólo cuando son funcionales y el título es verdaderamente adictivo valen la pena.
Pues bien, en la segunda de Killzone nos encontramos ante un juego terriblemente adictivo que no deja de ser la filosofía del mata-mata de toda la vida, pero envasado en un delirio visual de los que demuestran lo que decíamos antes: los años invertidos en su cuidado. La introducción, el discurso del perturbado dictador en su batalla galáctica nos impondrá poco curtidos en cinismo y batallas virtuales a nuestras espaldas, pero crea una atención creciente. Las secuencias son precisas en cuanto a contundencia y rapidez, su espectáculo no hace sino crecer cuando tomamos las riendas y las primeras partidas nos encontramos con un miedo mayor al que tenemos en otros juegos ante el riesgo de perder una vida: aquí lo estamos sintiendo todo en verdadera primera persona.
Este tipo de descripción, es relativamente común en todos aquellos programas acertados que de vez en cuando nos ofrece la industria. Gears Of Wars, Lost Planets y demás iban bien servidos. Aunque Resistance quede en otra categoría, también tenía virtudes y también lograba implicarnos. El tema con éste segundo Killzone es que aquí todo sube varios enteros: todos es más, más espectacular, más impactante, más arrollador. Y desde la primera misión nos arropa y nos hace sentir que la exhibición gráfica (mejor: técnica, los sonidos son grandes responsables de la tensión en que se nos mete) sí logra a partir de cierto punto de verismo ser un gran aliado. Porque la destrucción a la que somete a los escenarios, la forma en que las balas dejan huella allá por donde pasan, en que se producen las explosiones que casi nos queman y nos obligan a esquivar un fuego que sentimos cercano, cómo atravesamos un humo que nos oscurece la vista, o la forma en que demolemos progresivamente paredes, columnas y hasta edificios en el curso de la lucha, todo nos lleva a un nivel en que si uno tuviera un segundo para respirar, posiblemente lo invertiría en dejar el pad a un lado, levantarse y aplaudir.