Hablábamos en la review de Killzone 2 de la categoría especial a la que pertenecen determinados productos. Aquellos que, por especial mimo, por medios propios de superproducción, por consciencia de su grandeza, vienen hechos para ser ganadores y acaban siéndolo casi como castigo.
Resident Evil como saga, tiene mucho para ser considerada representante de esa categoría. Su quinta parte, por hype (¿cuándo se convirtió esta palabra en término inexcusable?), aparente vocación, planteamiento etcétera, apuntaba directamente a ello. La llegada en bloque de Killzone 2, Street Fighter 4, Resident Evil 5 (estos dos últimos de Capcom, en estado de gracia) hacía pensar en un triunvirato para ponerle las cosas difíciles al 2009 en cuanto a juego estrella y especialmente a los demás aspirantes al podio.
Como en nuestro avance puede constatarse, las cosas han ido bastante bien encaminadas con el que nos ocupa. Pero también es justo decir que no se ha logrado ni lejanamente lo que se pretendía, ni estamos ante algo tan sólido como propone Killzone 2, o como el propio RE5 hace intuir en sus inicios.
Estamos ante un título cuyo cambio de emplazamiento, cuya aterradora puesta en escena inicial, queda poco más que en eso: una puesta en escena inicial, heredera en gran parte de los méritos obtenidos en RE4, que después se desinfla y rinde a las erráticas rutinas que la saga ha creado en nuestro subconsciente, y que resuelve con incluso menos pericia de la habitual, recordándonos en varios tramos a la burocrática propuesta de Code Verónica. Algo que supone pues, encontrarnos ante un producto que recoge lo mejor de la saga (RE4) y lo peor (Code Verónica) para acabar en la amena categoría de los juegos notables que no pudieron llegar a más, aunque en este caso parezca que simplemente ni lo quisieron hacer.