El cinismo hacia las superproducciones y a los títulos de éxito a veces se paga caro. Es un mal muy extendido, comprensible por el agotamiento y la acumulación incesante del “no va a más” que en sus constantes subidas de listón crean ese desprecio a los engranajes industriales y que se agrava cuanto más tiempo lleva uno en el sector (el que sea, cualquiera sometido a las reglas de la mercadotecnia).
Uncharted venía bien presentado. Un buen debut, hacerse con un puesto destacado en Playstation 3 cuando faltaba un firme candidato. Pero tras el tiempo que ha separado ambas partes hemos vivido muchas cosas y la constante enumeración de mejoras ya no llama nuestra atención.
Es por todo ello que, tras el apabullante inicio de esta segunda entrega, uno no deja de ver el lado negativo de su propuesta. Estar encerrado en una aventura con interactividad limitada, haciendo cosas ya mil vistas, parece va a ser la tónica habitual. Porque además desde el primer instante cada paso que damos está tan marcado como los puntos concretos que nuestro héroe tiene para escapar, malherido, del reto entre los retos. Así, colgando de un tren suspendido en el aire en mitad de una montaña nevada, no hay más que una opción que antes o después encontraremos. Movernos hacia aquí, hacia allí... y si no funciona, volver a intentarlo.
Lo cierto es que incluso odiando esas limitaciones tan propias del videojuego como cine ligeramente interactivo y que tanto detestamos los fans del arcade puro y duro (en este punto, recomendar el artículo que publicaremos en nuestro número impreso de diciembre a propósito de la auténtica jugabilidad de un videojuego), Uncharted tirando de espectáculo logra ganarse nuestra atención. Porque entre rutinas, el show da todo lo imaginable y juega tanto con el espectáculo como con la sorpresa: si ganamos algo de altura en ese vagón tambaleante, una súbita caída de objetos o la fragmentación de un pedazo enorme nos dejará rozando la caída, haciendo que lo inverosímil de la situación se sostenga por el ritmo.
Cuando el show cuenta
Hay una distinción por encima de cualquier otra, que reduce a anecdótica la identificación de un producto con un género. Porque siempre, desde el primero de los relatos, películas, cómics o “discos” de música, lo importante ha sido el cómo, no el qué. Da igual si estamos ante una aventura, un shooter o un título de estrategia. Da igual si es un título hecho para ser superado sin mayor ambición que la de entretenernos (como si fuera poco). Lo importante es cómo lo haga.
Uncharted puede ser un título espectacular en que en muchas ocasiones nos encontramos haciendo lo único que podemos hacer y en donde identificarlo no es complejo. O puede que incluso hacerlo se vuelva rutinario al hacernos repetir varias veces lo miso. Pero es tan sumamente acertado en la mezcla de sus ingredientes, en la administración de sus potentes recursos, que incluso en esos tramos menos motivadores nos asombra. Es lo que distingue a una superproducción de un título intermedio, de aquellos en que sus desarrolladores deben cumplir con una fecha en la agenda esté o no esté listo. La gente de Naughty Dog son unos privilegiados porque tienen los recursos y porque saben cómo emplearlos. Y en ese sentido, tirar de banda sonora crepuscular, crear un mundo vivo, nítido, rico en detalles, lleno de vida o de destrucción, cargado de magia o tristeza, cuando se hace con tanta minuciosidad, nos arropa hasta engancharnos. Pero además toda la técnica del mundo se vale de la pieza clave que siempre importó más que el resto, el guión, el qué hacer y en qué momento. Volviendo a ese inicio, reclama nuestra pasión desde el primer momento, queramos o no entragársela. Y volviendo a lo que nombrábamos de aventura, sabe cuándo girar y apuntar hacia otros géneros. Y en ellos se exhibe de forma humillante para la competencia.