Corría el mes de julio de este languideciente 2009, cuando desde Nintendo decidieron que era hora de dejar las cosas claras: no existen vínculos argumentales entre sus Zelda salvo que ellos digan lo contrario. Es decir, Link, el protagonista de la función, en algunos episodios puede ser el mismo en distintos momentos de su vida, pero si no queda claro, es sencillamente un “guerrero mítico” en el curso de aventuras fantásticas sin vínculo alguno, si bien sospechosamente parecidas.
El objetivo de ese golpe sobre la mesa no era liberar de quebraderos de cabeza a los freaks que se reunían alrededor de internet a especular sobre qué Zelda iba en qué lugar y a explicar o dar coherencia a los hechos vividos (que también). Se trataba de librarse de forma clara de los problemas de argumento que podría plantear seguir sacando juegos de una franquicia y tratando de darles sentido o ubicarlos argumentalmente, cuando resulta más cómodo sacar a la palestra al personaje vestido de verde, darle un papel más o menos importante a la princesa, y obligarnos a resolver su neurótica maraña de puzles clónicos.
A estas alturas de la review, a algunos se les puede estar revolviendo el estómago entre estas líneas o pueden estar maldiciéndonos en arameo. Y tranquilidad. Zelda es grande y sigue siendo grande. Probablemente una de las mejores sagas, con sus episodios míticos y sus momentos históricos. Con el Zelda de la SuperNes, el primer Zelda de Nintendo 64 por el que unas navidades se peleaba medio mundo (a pesar de su falta de traducción y el libreto con el que debíamos interpretar los textos) etcétera. Desde entonces nos han vendido cosas como que la evolución era el cel shading, que de pronto dejaba de serlo, o incluso han revolucionado el manejo en DS con Phantom Hourglass, entrega que precede a la que nos ocupa y que nos dejó un sabor de boca excelente.
¿Y cuál es el problema? Probablemente el de siempre, o el de siempre “en los últimos tiempos”, valga la contradicción. Recordar al Zelda de Super Nintendo con el paso de los años daba para mitificarlo, llegar a hacerse con una de esas codiciadas copias de Nintendo 64 era un triunfo cuya lucha era sobradamente merecida a tenor de lo que nos esperaba. Pero eran los tiempos en que un juego podía aparecer una vez por generación, un Mario también para la 64, para la Super... incluso algunas de las franquicias se saltaban generaciones esperando la ocasión para sacar obras verdaderamente admirables cuyo lanzamiento tenía sentido de arriba a abajo, no como una mera actualización como sucede en muchos casos, no como un lanzamiento que nos llega precipitado y sin margen para buscar los suficientes alicientes.
Es la tendencia actual, en que industria y consumidores se han enzarzado en una lucha por el “más, más, más” que ni el consumismo ni la codicia contable que ha impregnado todo el sistema económico encuentran el camino de vuelta. ¿Hace falta un Pro Evolution, un Call of Duty, un Metal Gear o un Zelda con tanta regularidad? ¿Hace falta escuchar a los fans y dar lo que estos parecen pedir, por muy devotos consumidores que sean, y no centrarse un poco en si el conjunto final merece la pena?
Como el mercado es finito -aunque no lo parezca- y la capacidad de adquisición del jugador por tanto es limitada, publicar juegos que siempre son los mismos y meramente actualizados tiene consecuencias muy negativas: los fans caen en ellos, las nuevas franquicias, las apuestas originales, quedan ninguneadas por la falta del poder de la marca (y porque el consumidor ha consumido lo que ya quería y no tiene ni dinero ni tiempo para más).