Recién publicado el número de marzo de nuestra revista, con un artículo describiendo la historia del Commodore Amiga y las nuevas noticias sobre su "teórico regreso", algo se nos quedó en el tintero para tratar de dar una imagen más global de una máquina que a algunos todavía nos sorprende que no sea más recordada en los medios.
Puede que por mucho empeño que le pongamos, nunca lograremos reflejar los motivos por los que el Amiga fue máquina de culto. Quizá contribuyó su muerte temprana cuando sus máquinas estaban en plena forma (con sus flamantes tarjetas AGA apenas rentabilizadas), algo así como el efecto James Dean aplicado a terminología friki en el subapartado de ‘injusticias tecnológicas’, pero lo más apropiado sería justificar su leyenda en el golpe de autoridad técnica que impuso tras la larguísima generación de los 8 bits, con cualidades que el rival que tristemente se impuso –el PC– tardó mucho tiempo en poder desarrollar. Además, cuando técnicamente los compatibles fueron capaces, hacían lo que hacían a duras penas, error de sistema por aquí, incompatibilidad por allá, y sobre todo sin un ápice de magia. Sin un ápice de lo que podíamos llamar, el sabor Amiga.
Aunque el sentido del gusto en sentido literal tenga poca cabida en el tema (nos parecía un ordenador bonito, nos encantaba lo que hacía… pero nunca lo chupamos), a lo que nos referimos es a una atmósfera especial que es algo más que la reunión de unas determinadas características. También tuvieron las suyas propias los ordenadores de 8 bits, cada uno con sus distintas variantes (los coloridos chirriantes del Amstrad sobre el Spectrum, los sprites estilizados y pulidos de Msx en sus cartuchos, las melodías con que Commodore nos preparaba para algo grande… pero era todo esencialmente 8 bits, una visión sólida), e incluso en las 16 con la unión de rasgos bastante identificable Super Nintendo – Megadrive. Pero no era el sabor Amiga. Ni de lejos.
Probablemente, los muchos devotos seguidores del ordenador que nos ocupa –uno por cada uno de quienes lo usaron– entenderán el asunto con la misma facilidad con la que el tema se puede volver inescrutable para quienes no lo vivieron. A los primeros les bastará con el recuerdo de las luces de encendido y lectura de diskette, emplazadas bajo los surcos que dibujaban en la carcasa las letras de AMIGA y que imponían un respeto mítico para quienes entendían su significado. Esas luces primero fueron rojas, luego se volvieron verdes, pero sus colores ya tenían algo diferenciador. La máquina estaba viva.
Pero había mucho más para convertir el tema en algo más allá de una cuestión nostálgico-fetiche. El apartado del sonido, que decíamos que Commodore iba preparando desde el 64, tuvo su protagonismo al magnificarse en Amiga y de paso aplastar a un Atari ST que estaba destinado a liderar la sucesión y que en lugar de eso se quedó por el camino, inferior en ese único aspecto donde los de Commodore les pasaron por encima.
Pero es que esa capacidad sonora no solo imponía un avance generacional de vértigo, también daba con unos tonos acústicos en que había algo de ese sello propio del que hablamos: nunca hubo un sonido igual. De hecho, había otros soportes de la misma generación con potencial, pero sus características iban por otra dirección claramente. ¿Por qué no hubo nunca un parecido entre el sonido que muchos recordamos del Amiga y Super Nintendo/MD?
Las cosas eran diferentes en el hogar del Turrican, con su estética “heavy metal” en portada cuyas melodías imponían, con su corte futurista y trascendente ambientando escenarios que nos lanzaba a una lucha a disparos contra un universo que parecía existir solo en los circuitos del Amiga. O los intercambios de balas, en perspectiva cenital, de Alien Breed y sus pantallas sci-fi que movía con fluidez, sentido del ritmo pero… sí, sobre todo, sabor Amiga.