Una pantalla por habitación, hasta el punto de que en la época algunos los calificaban de juegos de “habitaciones”. En el concepto 3D de los 80 llegaron a lo que se intuía como el límite técnico de los ordenadores, todo mediante la perspectiva “filmation” (sobre el que hace más de 8 años se publicó un artículo en los orígenes de esta revista), inaugurado oficialmente por Knight Lore y que pasó a ser el modo idóneo por atractivo visual para presentar a nuestras aventuras. Aventuras con toques de acción (por rudimentarios que parezcan ahora los intercambios de tiros de Gunfright), de plataformas (era endiabladamente difícil medir los saltos en esa abyecta tercera dimensión, gran parte del reto de estos juegos), pero esencialmente de aventura (coloca aquí el objeto que recogiste allí… si llegas averiguar qué es ese objeto y dónde está ese allí… y aquí la dificultad se desbordaba y se sublimaba en esa maravilla que fue La Abadía del Crimen, con sus enfermizos rituales que ya hemos nombrado).
La cosa es que, con sus limitaciones, cada pantalla era un pequeño mundo, cruzarlo, concentraba una curiosidad y una expectación que hoy día es difícil valorar. El “qué habrá al otro lado”, era exponencialmente mayor en los tiempos en que todo era un aparente alegato al minimalismo (o al menos visto desde los ojos del jugador de hoy: entonces todo era llamativo y atractivo, no nos faltaba nada). Hemos puesto algunas capturas en algunas ocasiones de gráficos que hoy se intuirán simples y casi icónicos, cuya disposición y significado serán confundidos con cosas más rudimentarias como juegos flash, java para móviles etcétera, pero que en muchos casos eran pura autoría, pura elaboración.
La cosa es que cada pantalla de entonces, con la dificultad que conllevaba cruzarla, con sus enigmaticas y atmosféricas (por ridículo que suene con tan escasos recursos, viendo lo que hoy significa atmósfera) nos decía mucho más a los veteranos de lo que hoy, saturación mediante, pueden decir muchas búsquedas hiperrealistas. Acostumbrados a estancias abiertas, a que los límites sean algo molesto y mal visto, a que la forma de ampliarlos sea creando entornos uniformes y a que la creatividad se base en el realismo o en la asunción de los rasgos del cine, es difícil encontrar emociones como las que se creaban cuando nuestra imaginación de alguna manera aportaba más, tanto a la hora de imaginar futuras pantallas, como a la hora de suponer qué era cada enemigo e imaginarnos cualidades entre sus rutinarias idas y venidas (que puestos a, también eran inquietantes).
Puede que este aspecto sea comparable al efecto del cine de suspense en blanco y negro y su magnetismo perturbador, con la sangre chirriante de gran parte del cine de terror/vísceras moderno. Y es difícil que se sienta lo mismo entre una y otra salvo para el público más superficial.
Antes de irnos por esta semana un apunte: entre aquellos emblemáticos títulos de 8 bits, Batman, de Jon Ritman, tuvo 150 pantallas. Head Over Heels superaba las 200. Eso era lo que entendíamos entonces por mundos abiertos. Mucho después, Resident Evil, en su debut, conseguía emociones con rasgos comunes muy evolucionadas desde la raíz de ese mismo planteamiento de “habitaciones” (y lógicamente, visto desde el potencial propio de la primera “nueva generación” con mayúsculas). El último hasta la fecha (el V) demuestra cómo fase tras fase el escenario y lo que queda por venir cada día significa menos, cómo el show es el show, y el enigma son apenas sus manidos recursos de sonido y un giro argumental tópico en algún punto. El qué habrá en la otra pantalla cada vez pesa menos, como cada vez es menos interesante abrir esa puerta.