Mucho podría hablarse de Charles Bronson y su vena justiciera, de su función simbólica de un tipo de cine en las antípodas de lo que hoy se considera políticamente correcto y lo que significaba en un momento social concreto para canalizar el desencuentro entre la ley y la justicia y desahogar al espectador desde las respuestas viscerales a situaciones extremas.
Pero estas reflexiones probablemente serían más apropiadas para la sección de cine, fundamentalmente porque el videojuego no las necesita: su sprite-mata sprite, con o sin carátula inspirada en el cine, nunca obedeció a una justificación de lo que sucede en pantalla, y mucho más en el caso de los argumentos simplificados de los 80. Había malos, había que matarlos. Punto.
En el caso concreto, la Gremlin Graphics que dio con verdaderos hallazgos en la década pero que por algún motivo nunca terminaban de estar rematados, llevó esa dualidad al extremo con un juego cuya licencia no le había hecho ningún daño al desarrollo: al no hablar de un Blockbuster ni título mayor, la presencia de Charles Bronson en portada no supuso invertir excesivamente en royalties y el presupuesto en programación debió ser más que suficiente.
No obstante, si todo lo difícil estaba hecho, le faltaba un sentido o la posibilidad de concretarlo. Los gráficos, el control, la variedad de armamento, incluso la variedad de personajes y las formas en que se desenvolvían dando lugar a uno de esos pintorescos universos propios de la época de los 8 bits, con algún extra interesante (como suponía entonces la posibilidad de sacar mirilla para aniquilar rivales desde una ventana) nos hacía pasearnos por sus calles destrozando todo lo destrozable. ¿Para qué? Nos preguntamos entonces. Nunca terminamos muy bien de saberlo, no había posible logro intuible en ninguna de sus estancias. Lejos de eso, los controles a la hora de movernos por el mapeado (era un bidimensionalismo puro, con desplazamientos únicamente a derecha e izquierda con la “originalidad” de que los controles ‘arriba/abajo’ nos cambiaban de callejón de golpe) hacían todo muy confuso y desesperante. La musiquita imborrable digna de recopilatorio de la época, terminaba por convertirse en un soniquete que nos perseguía incluso cuando apagábamos el ordenador, desesperados, sabiendo que antes o después volveríamos a Death Wish 3 por los otros elementos que sí funcionaban, porque quizá entonces llegaríamos a una siguiente fase, a un final boss, a algo que diera sentido a sus andanzas.
Como en tantas otras ocasiones, nunca encontramos el destino final de su propuesta, si bien esta vez de una manera particular. En terminología moderna, el ‘engine’ funcionaba, le faltaba un mapeado con sentido. Quizá un par de meses de remate, unos ‘beta-testers’ adecuados habrían ayudado para que, esta vez sí, Gremlin diera con un juego de bandera y no otro con aciertos que pudo ser y no fue. Una lástima.