En términos narrativos, Rodriguez trabaja para una agencia estadounidense y tiene como objetivo enfrentarse a su mentor, que se ha rebelado contra el sistema -o algo- y al dictador encubierto que exprime a los pobres isleños -aunque a nadie le ha preguntado a éstos su opinión al respecto. La desarrolladora se ha tomado los conceptos de justicia y redención social de una forma un tanto arbitraria, por no decir que las utilizan como papel higiénico improvisado; al fin y al cabo, ¿cómo podrá el jugador liberar Panau si se dedica a ir destruyendo generadores, cisternas... es decir, objetos indispensables para la subsistencia de los Panausenses? Y lo más importante: ¿a quién le importa?
Y es que es el caos el que somete a la historia a sus caprichos, y no viceversa. Lo realmente importante de Just Cause 2 son las misiones y lo que éstas conllevan. Por desgracia, el medidor tarda demasiado en desbloquear contenido, de forma que la destrucción total y completa de una base militar se verá recompensada con unos meros puntitos.
Deficiencia que sirve como excusa para traer a la palestra la segunda mitad de un juego "caja de arena": las misiones y estructuras que sostienen las bases del título. En este sentido, Just Cause 2 es menos impresionante, incluso fastidioso. Hay muy pocos objetivos principales y están separados entre sí por horas y horas de destrucción gratuita. El único recurso para el usuario con propensión a aburrirse rápidamente consiste en acudir a una de las tres facciones que se oponen al régimen de la isla.
Cierto, algunas misiones contienen momentos brillantes, como por ejemplo la secuencia en la que Rico debe aterrizar en una islilla periférica habitada por soldados japoneses octogenarios que se creen que la Segunda Guerra Mundial no ha terminado y que por lo tanto considerarán hostil al visitante accidental. No obstante, el juego peca de apoyarse muy a menudo en patrones convencionales y tópicos que oprimen dictatorialmente a la imaginación; los asaltos a los fuertes son el paradigma de la reiteración ya que las situaciones se repiten hasta el punto de que el usuario se extrañará de no contar con Bill Murray como estrella invitada.
De este modo, tras una veintena de horas el desbloqueo de misiones se convierte en una experiencia tediosa, en una sensación de cansancio y hastío ante el auguro de volver a enfrentarse a los mismos enemigos con la misma irritante puntería que se esconden en los mismo parapetos que contienen los mismo explosivos esperando a ser detonados. Asimismo, la isla acaba siendo un deja vu geográfico; las aldeas parecen haber sido construidas con el mismo kit del Ikea mientras que los escenarios repiten paletas de colores o estructura, factores que van arruinando la emoción del descubrimiento y la exploración.
Las más de trescientas localizaciones de Panau tienen un porcentaje que mide cuántos objetos quedan por destruir o recoger, un registro que conforme pasan las horas se torna en una letanía del trabajo incompleto. ¡O no! Todo depende de la disposición que tenga el jugador, de la forma en la que éste decida enfrentarse a todas las atracciones volátiles del título.
En otras palabras: no se puede abarcar Just Cause 2 como una experiencia a largo plazo, paradójicamente eso sería toda una injusticia. Tampoco se debe tomar su historia en serio, sino que el jugador debe sentirse como el protagonista de una película de espías de bajo presupuesto cuyo doblaje desprende grima en lugar de profesionalidad. Entonces, ¿qué es lo que se debe tener en cuenta? Pues la libertad, su proeza técnica o las diversas formas de las que dispone el usuario de explorar la isla. Tarde o temprano el orden que se esconde tras el caos aparecerá de entre las sombras e intentará frustrar los planes destructivos de Rico; basta con enganchar al metafórico rufián a un silo militar a punto de estallar para disfrutar plenamente de Panau.