Rara vez los mejores juegos de un sistema se encuentran entre los primeros de su catálogo. Hay excepciones, y una probablemente sea Super Mario World, elegido por Shigeru Miyamoto, el creador del orondo fontanero, como su favorito de toda la saga. Aquel fue precisamente el título con el que debutaba en nuestro país la Super Nintendo, en una alianza que daba buenos argumentos a la disputa que la compañía debía librar con la Mega Drive de Sega, ya con un tiempo en el mercado.

Utilizando las consolas como hilo conductor, si la Super Nintendo puede considerarse especialmente simbólica para el pasado de la gran N, otro estandarte ha de ser GameBoy, que representa a su vez el inicio de su hegemonía portátil. Y también en GameBoy sucedió algo parecido en cuanto a la unión de Mario con los circuitos de una nueva máquina, solo que para la ocasión la estrategia terminaría marcando un camino algo diferente: Tetris terminó por ser la forma de conquistar a nuevas audiencias a priori no tan interesadas en el videojuego al empaquetarse junto a la portátil, cuando estos cayeran en sus garras, entonces le tocaría a Mario Land hacer que se quedaran para siempre.

Por aquel entonces, Mario ya era un digno representante de las plataformas en la versión Nintendo de 8 bits, pero la acogida no había tenido todavía el peso al que estamos acostumbrados, de tal forma que para muchos seguía siendo el personaje que se batía con Donkey Kong, en una disputa librada en las primitivas Game & Watch. Cierto que en EEUU Mario Bros. arrasó, pero la acogida de aquella Nintendo era menor en países como el nuestro, en que el videojuego seguía desarrollándose entre casetes de Amstrad, Spectrum, Msx y Commodore, y en que frente al precio de 875 pesetas de gran parte de su catálogo (poco más de 5 euros), los cartuchos de Nintendo superaban las cinco mil (más de 30, que en la época equivalía a un buen pico), haciéndolos poco atractivos.

Pero a Mario le costó muy poco hacerse con los jugadores de GameBoy y lograr la sensación de que frente a los espectáculos de Atari Lynx (la asombrosa consola en color con la que sus tonos monocromo debían enfrentarse), la diversión pura y dura pertenecía a Nintendo. Y lo hacía de la mejor forma posible, tomando la estela de esas largas partidas del Tetris para descubrir al jugador un cartucho cuya duración se combinaba con una nivelada curva de dificultad. De esa manera, antes o después cualquier jugador superaba Mario Land, pero además se sentía llamado a batir sus propios registros y a profundizar en sus numerosos secretos que daban para más y más horas de diversión (sí, y con las mismas pilas, mientras la arrogante Lynx nos dejaba con cara de tontos al consumir su amplio arsenal de alcalinas en cuestión de minutos).