Llegó Doom al videojuego y de pronto el PC dejó de ser la herramienta de oficina con tristes modos para mover arcades y que en videojuego parecía se limitaría de por vida a las aventuras gráficas. Había nacido por todo lo alto un género que como saben los veteranos antes se había bosquejado en Wolfenstein, remontándose sus primeros intentos de perspectiva subjetiva a reliquias como Sentinel.
Aquello sentó como una patada en el estómago al ordenador que había acabado siendo gran perjudicado del poderío PC, hasta Doom basado únicamente en la cantidad por su enorme difusión. Porque los usuarios de Commodore Amiga no podían entender que sus exhibiciones 2D tradicionales, que las nuevas tarjetas AGA con que el Amiga 1200 y compañía iban a tratar de equilibrar las cosas tras la generación del Amiga 500 (en las aventuras gráficas el PC podía mostrar 256 colores por los 16 del 500, algo que la nueva versión nivelaba) se vieran impotentes ante un juego aplastante hecho a la medida de los compatibles.
La reacción vino en el entorno Amiga con un nombre que no escondía sus intenciones: Gloom. Y pese a que aquello tenía su gracia, el panorama era incuso más desolador: unos gráficos absolutamente lamentables que sin el uso de una ‘tarjeta aceleradora’ de precio exorbitante no podía hacernos intuir hasta dónde llegaba su potencial. Y, la verdad, cuestiones técnicas aparte y con sus propios méritos, Doom seguía siendo mucho más divertido.
Uno nunca supo cómo era el Gloom a pleno rendimiento -en lo que entonces entendíamos como alta resolución-, cómo sería verlo con un Amiga a pleno rendimiento con el ‘dopaje’ de una tarjeta añadida. Era una especie de mito inaccesible. Ahora es fácil contemplarlo gracias a vídeos de la época y poniéndose en situación lo cierto es que tenía su encanto.
Ahora bien, tras toda esta historia ¿cómo se queda el cuerpo al ver que un chaval pasado de frikismo y habilidad mete a su Doom en una calculadora? Sí, lo estabiliza apenas un minuto y sigue trabajando en ello pero… ¿qué diablos?