Introducción
Recuerdo su sabor, aunque olvidé -me obligué a hacerlo- su larga receta. El grog se te queda para siempre en algún lugar de la garganta, en forma de áspero regusto que da sabor a recuerdos de días pasados, de lugares inmundos y compañías siniestras como sólo podían encontrarse en recónditas tabernas.
Eran lugares vetados para blandos de estómago, para débiles, timoratos y gente de bien. Quien se adentraba entre sus sucias paredes debía estar preparado para enfrentarse con la peor calaña de rufianes, con las más descarnadas bestias curtidas en días de larga travesía por entre largas noches en anchos mares. Eran lugares reservados para gentes de impertérrita mirada y pose imperturbable, lugares hechos a nuestra medida, preparados para acoger a la especie diferente que habíamos venido a ser, con nuestra propia naturaleza deshumanizada. Eran en definitiva, lugares para nosotros. Los más bravos. Los más duros. Los piratas.
Si alguna vez osó cruzar el umbral de sus roídas puertas, si pudo colarse por entre las disputas sangrientas que cada noche se libraban, y si pudo fijarse -si se atrevió a hacerlo- en las caras de quienes allí se sentaban, tal vez me recuerde. Todavía no olvidado, resonando como parte de mi leyenda, en algunos de esos lugares puede escucharse mi nombre. El que usaba por aquel entonces. Guybrush Threepwood.
La clave del éxito: si un roedor royera robles
Debía su nombre al programa de dibujo utilizado para trazarle, a su extensión de archivos ".brush", y al nombre genérico de "guy" con el que se le bautizó mientras se le daba forma. Tenía que reflejar aquella figura la pintoresca personalidad de un inocente muchacho con pretensiones piratas, su aspecto de chico desubicado metido en problemas de los que iba librándose milagrosamente, acertando contra todo pronóstico en su avance, logrando enfrentarse al más peligroso y temido de los males con poco más que su temeraria voluntad.
Cambiaría mucho el dibujo con su progresión, pero ese nombre se quedó grabado más allá de líneas de pixeles y colores planos. Durante mucho tiempo, su vida construida sobre dibujadas playas, poblados, extrañas estancias, embarcaciones, grutas y, sí, tabernas, iba a derramarse por fuera de la pantalla que reflejaba las construcciones en 16 bits, e iba a inundar con su agua salada la vida de los aprendices de pirata que en un primer momento serían aliados, para posteriormente, unirse en un sólo ser, plenamente identificados, parte del mismo talante cómico-heróico.
Todo esto es así porque hablar de Monkey Island es hablar del punto culmen de la aventura gráfica tradicional. De la mayor y mejor representación de la capacidad de absorción que puede lograr el más afortunado de los juegos haciéndonos participar desde el mismo lado en que se suceden los acontecimientos, no como espectadores o como guías, sino como personas distintas viviendo sueños virtuales. Monkey Island es el resultado, el producto perfeccionado, de una mente brillante, aguda y soñadora, que desde su modestia tomó un liderazgo, y nos concedió a los usuarios del videojuego el privilegio de dedicarse a esta forma interactiva. Su capacidad creativa, su memorable guión como concentrado de hilarantes virtudes, momentos genuinos y únicos, nos conducía por un mundo cohesionado en el que nos metíamos con naturalidad para vivir la aventura con mayúsculas, sentando bases que nunca podrían ser igualmente imitadas, firmando una obra incomparable y aislada del resto, que aglutina todas las emociones que pueden pretenderse desde el lado creador, y que podría afirmarse que nunca se han servido de igual forma en título alguno.
Ron Gilbert hizo algo demasiado grande para ser imitado, demasiado valioso para ser olvidado. Ron Gilbert nos hizo piratas, nos dio amigos desternillantes, secundarios intrigantes, un amor -la genuina, firme y singular Elaine, con una personalidad que dibujaría su rostro en nuestros ojos- y el malo entre los malos, el pérfido pirata más grande de todos los tiempos y que en vida o en muerte nos perseguiría por los mares, tratando inútilmente de vencer nuestra pericia. El temido LeChuck.