Ante la avalancha de franquicias y adaptaciones que salvo contadas excepciones están haciendo del catálogo de PSP una mera prolongación del de su hermana mayor, Konami es de las pocas compañías que ha aportado nombres originales desde el mismo comienzo. Con su Coded Arms como uno de los primeros títulos de referencia que lamentablemente se quedó en promesa, Death Junior venía a ser su exclusivo plataformas en el que dar rienda suelta a la creatividad con una trama alternativa. Trama, que posiblemente habría sido mucho más revolucionaria si en la primera hornada de UMDs no hubiera un Medievil más que correcto aún cuando se tratase de la continuación de algo ya conocido.
El tema es que en estética y protagonistas la aventura que vivimos de la mano del hijo de la parca (es decir, la mismísima muerte con su guadaña segadora) nos recuerda en algo de su planteamiento al de ese Medievil, que a su vez era tremendamente parecido –inserciones paródicas mediante– al de Máximo.
La introducción nos lleva de visita al museo con nuestra panda de mostruos frikis, amigos de la escuela militar raritos como pocos, que se encuentran un cofre inaccesible al que Junior logra desarmar en un descuido. Y nada, que se abren las puertas del infierno.
Todo lo que viene en adelante de saltos, uso de armas cuyo repertorio se incrementa, recolección de objetos para atravesar vivas y carnosas paredes o realizar portentosos ataques etcétera, cuenta con el aliciente de su personalidad, unos gráficos y diseño que no llegarán al carisma del antes nombrado, pero que queda muy cerca y sí crea un clima diferente.
Los amplios escenarios en tonos enrojecidos, plagados de extraños enemigos que no se muestran especialmente indulgentes a nuestra llegada (la curva de dificultad no se inicia con demasiadas concesiones pero nunca se vuelve extremadamente complejo), aún con alguna generación brusca de polígonos en los fondos nos permite entrar en un mundo siniestro y al tiempo entrañable.