RE IV es uno de esos juegos de los que es difícil que el lector no tenga información. Recuperación digna de todos los elogios posibles de una saga que de vanguardista en sus inicios se había ido tornando rancia y repetitiva hasta límites insospechados, con la entrega que llevaba a lo más alto una supuesta exclusiva que Nintendo había firmado con Capcom como mejor arma para potenciar Gamecube (y que entre remakes y precuelas obtuvo con esta su recompensa antes de la traición de convertirlo a PS2) descubríamos lo que Resident Evil todavía podía ofrecer sin desmarcarse de sus señas.
Un escenario cómplice con unos personajes a medio camino entre el zombie y la simple y pura maldad, nos descubría iniciando nuestra aventura en mitad de un frondoso bosque y a plena luz del día. El esmero en tornar un entorno bucólico en siniestro y en potenciar todos los posibles aspectos desagradables para recuperar la tensión en su límite máximo y hacernos caer de nuevo en sus conspiraciones no traicionaba la base clásica del juego: las mezclas de hierbas, los momentos de búsqueda alternándose con el frenetismo de los enfrentamientos en masa, la urgencia por pertrecharnos de armamento e ir avanzando en items a la par que crecen los retos... todo seguía ahí. Pero todo con más elaboración, aportando una sensación de más cuidado frente a lo que se estaba convirtiendo en trámites rudimentarios.
Además, la idea de redibujar al zombie según los parámetros modernos que Danny Boyle y nuevos Amaneceres de Muertos nos habían descubierto (más que muertos que vuelven a la vida, personas infestas que se tornan animales sedientos y acelerados) nos daba con nuevos enemigos cuya voracidad y aceleración resulta mucho más impactante que el zombie errante que basaba su mayor poder en algo que estos también tienen: el número, el poder de la masa. Nada más penetrar el poblado en busca de la hija del presidente (misión de altos vuelos que hacemos con un viejo conocido: Leon) somos conscientes de la locura que va a presidir varios momentos de la acción con enfrentamientos masivos. Los rugidos de nuestros rivales (curiosamente españoles y con la peseta como moneda vigente), sus gritos e insultos, sus llamamientos a la organización nos revolverán el estómago y nos crearán una sensación de urgencia mientras les vemos trepando y colándose por ventanas que nos hará replantearnos si seguir adelante. Cosa que difícilmente no haremos.