Podríamos hablar de su carácter de precuela, de cómo iniciamos nuestra aventura conteniendo al ejército persa en Attica obligados por un pacto con los dioses del que nuestro rudo protagonista está hasta los mismísimos.
Pero aunque probablemente sea igual de innecesario, lo que nos parece más adecuado es constatar la vigencia de sus cualidades en un nuevo soporte y que hacen que esta nueva acometida sea igual de enérgica y fresca que la primera, convirtiéndose en un 'must have' apenas han pasado unos segundos, aniquilando con la misma fiereza que impregna cada una de sus batallas a nuestra pose cínica hacia las habituales recurrencias del videojuego.
La cosa es que no, que esto no es un refrito o una continuación de trámite. El show sigue demoledor en lo visual, aunando mérito en el diseño de escenarios y en la ejecución a la hora de desplegarlo, todo para dejarnos boquiabiertos en los escasos respiros que tenemos entre golpes frenéticamente encadenados.
A veces uno cree que lo decisivo en God Of War es el modo en que su protagonista está animado y la reacción a los controles, cómo “reparte leña” de la forma que muchos otros arcade quisieran permitiendo que la espectacularidad no se vaya hacia el descontrol y que la acumulación de combos no se convierta en algo confuso y agotador, todo sin que la cámara se pierda ni un solo plano. Ese apartado supone una culminación del hack'n slash de toda la vida que muchos han intentado reflejar con mayor o menor acierto, pero que probablemente ninguno haya alcanzado ni en el mejor de sus momentos (Devil May Cry tuvo opciones, pero ha acabado quedando bastante por detrás del que nos ocupa).
No obstante, si ese aspecto es importante como aportación a los combates, la disposición de los mismos, los escenarios en que tienen lugar, cómo llegamos a estos, a quien nos enfrentamos, bajo qué poderosa banda sonora y tras qué discurso en voz en off, son otras partes integrantes que se mantienen al mismo nivel logrando un balance tan arrollador como el que de sus precedentes.